“Clásico es aquel libro que una nación o un conjunto de naciones o el largo tiempo han decidido leer como si en sus páginas todo fuera deliberado, fatal, profundo, como el cosmos y capaz de interpretaciones sin término”.
(Jorge Luis Borges)
Escribir una obra literaria con la intención de que esta se convierta en un clásico es simplemente imposible, inútil y hasta presuntuoso como postura desde cualquier autor.
Una obra literaria deviene clásica simplemente con el tiempo porque perdura, porque sigue viva.
Los clásicos son libros que ejercen una influencia particular ya sea cuando se imponen por inolvidables, ya sea cuando se esconden en los pliegues de la memoria mimetizándose con el inconsciente colectivo o individual.
(Italo Calvino)
¿Cómo es? ¿Qué hace un autor para convertirse en un clásico? Pues simplemente nada. El autor, cualquier autor, sólo intenta transmitir sensaciones, vivencias, modos de pensar y de ver la vida. Cuando un autor reúne en su temática la idea global de lo que la vida representa intrínsecamente para la mayoría de los mortales, ese autor ha elegido ser el representante de una mayoría muda, de una mayoría que al leerlo una y otra vez a lo largo de los siglos seguirá encontrando en sus páginas su propia vida reflejada, más allá del contexto en que esa obra fue escrita.
Leyendo a Kafka no puedo menos que comprobar o rechazar la legitimidad del adjetivo «kafkiano» que escuchamos cada cuarto de hora aplicado a tuertas o a derechas. Si leo Padres e hijos de Turguéniev o Demonios de Dostoyevski, no puedo menos que pensar cómo esos personajes han seguido reencarnándose hasta nuestros días.
(Italo Calvino)
Así pues no es simplemente un libro, una historia y las peripecias de sus personajes los que devienen clásicos. Un clásico es la historia de la vida misma más allá de las fronteras del tiempo y del espacio. Cualquiera de nosotros podrá reconocerse en el amor incondicional de Romeo Y Julieta a pesar de no estar viviendo en Verona ni siquiera en la Edad Media. Cualquiera de nosotros se sentirá representado a través de los sueños imposibles hasta la locura de Don Quijote a pesar de no tener a Sancho Panza como compañero de viaje ni a Rocinante, ni a Dulcinea, aunque cualquiera de nosotros también puede ponerle el nombre que quiera, el que cuadre al Sancho (compañero) de turno o a la Dulcinea (amor de nuestra vida) de nuestros días.
Dicho así entonces es la temática lo que convierte a un libro, a un autor en clásico. No solamente la temática argumentativa sino aquello que suele leerse entre líneas.
El verdadero clásico es un autor que ha enriquecido el espíritu humano, que ha aumentado realmente su tesoro, que le ha hecho dar un paso adelante, que ha descubierto alguna verdad moral sin equivocarse o recuperado alguna pasión eterna cuando todo parecía ya conocido y explorado; es aquel que entrega su pensamiento, sus observaciones o sus invenciones bajo una forma, cualquiera, ancha y grande, fina y sensata, sana y real en sí misma; es aquel que ha hablado para todos desde su propio estilo, convirtiéndose éste en el de todos, un estilo nuevo sin neologismos, nuevo y auténtico, cuya contemporaneidad permanece, cómodamente, a lo largo del tiempo.
(Sainte Beuve)
La literatura se repite permanentemente a lo largo de la historia con los mismos temas e ideas, son los personajes, el contexto el que siempre cambia. Entonces, lo importante en una obra escrita son los temas porque se sostienen a lo largo del tiempo. Y porque a lo largo del tiempo se repiten.
En el ensayo, La flor de Coleridge, Jorge Luis Borges propone que hay un solo escritor que ha producido toda la literatura. Este escritor, que él llama “el Espíritu”, es como un “caballero omnisciente,” y hasta cierto punto, un Dios. Con esto, Borges conecta la literatura con la realidad diciendo que todo clásico, toda obra escrita destinada a perdurar es como una obra de literatura escrita por un solo ser ¿un Dios? Hasta podríamos afirmarlo y montados en esa aseveración, muy propia de Borges, es lógico pensar que la literatura clásica sea una re-escritura permanente sobre los mismos temas.
Pero lo importante de un clásico es que «…nos devuelve nuestros propios pensamientos con toda riqueza y madurez […] y nos da esa amistad que no engaña, que no puede faltarnos y nos proporciona esa impresión habitual de serenidad y amenidad que nos reconcilia con los hombres y con nosotros mismos».
(Sainte Beuve)