El sol ya se oculta tras las montañas, dejando un tinte anaranjado sobre los libros que descansan sobre la mesa. En este rincón, mi refugio de siempre, me encuentro una vez más frente a las páginas que tanto me han acompañado, mis amigos de tinta que no dejan de susurrar historias. Pero hoy, el susurro no viene de un personaje ficticio, ni de un dilema romántico ni siquiera de un conflicto psicológico. Hoy, las palabras me llevan de nuevo a ese diálogo profundo entre el escritor y el contexto histórico que le tocó vivir. Para nosotros, hoy ese contexto es pasado y en la calma de este atardecer charlar con el pasado genera una serena nostalgia a la cual no me puedo resistir.
Es fascinante cómo a través de las letras podemos adentrarnos en las entrañas de épocas pasadas. Un escritor no es una isla, no vive aislado sino que transita su tiempo y su espacio, lo transcribe, lo transmite a pesar de los siglos.
Pensemos antes que nada que un escritor es también un ser humano y como tal está arcado, moldeado por las circunstancias sociales, políticas, culturales y económicas que lo rodean. Sus palabras no son solo ecos de su alma, sino reflejos de los vientos que soplan en el momento preciso de su vida en que se sienta a escribir. Son el reflejo de los días grises de una guerra, de las promesas rotas de una revolución, de los avances tecnológicos que cambian la forma en que percibimos el mundo, o incluso del silencio impuesto por una dictadura.
Tomemos a Charles Dickens como ejemplo. Este autor inglés, cuyas obras nos sumergen en las problemáticas de la Revolución Industrial, escribió bajo la sombra de una sociedad que atravesaba por profundas desigualdades. Su novela Oliver Twist, que relata la vida de un huérfano en las calles de Londres, no solo describe las vicisitudes de su protagonista, sino que es una denuncia social de las condiciones miserables en las que vivían los niños huérfanos y la clase baja en la época victoriana. Dickens utilizó su pluma para exponer los horrores de la pobreza, la explotación infantil y la falta de justicia social, reflejando así las profundas disparidades económicas y sociales de la Revolución Industrial, que trajo consigo avances tecnológicos, pero también un aumento de la desigualdad.
Hablemos de Fiódor Dostoyevski. Este autor ruso, nacido en una época de grandes tensiones sociales y políticas, vivió el mismo tumulto que sus personajes reflejan. Su experiencia personal marcada por el exilio, la pobreza y la cercanía con la muerte, se entrelaza de forma indisoluble con las angustias existenciales de Raskólnikov, el protagonista de Crimen y Castigo. ¿Cómo no leer las reflexiones de este joven atormentado por el peso de la moralidad sin sentir el eco de las luchas sociales en la Rusia del siglo XIX?
La Rusia zarista envuelta en la lucha de clases y las tensiones políticas, fue la chispa que encendió la tragedia de sus personajes. Al leerlo, no solo estamos ante los ojos de un hombre en crisis, sino ante una nación al borde de la transformación.
Del mismo modo, 1984 de George Orwell es más que una simple distopía; es un reflejo directo de la ansiedad de la posguerra y el miedo al totalitarismo que impregnaba Europa en el siglo XX. Orwell, quien vivió los horrores de la Segunda Guerra Mundial y la Revolución Rusa, crea en su obra una crítica directa a los regímenes autoritarios, especialmente el soviético, pero también al clima de desinformación y vigilancia que se estaba gestando en el mundo occidental. A tal punto su observación fue poderosa y hasta anticipatoria que analistas detectan paralelismos entre la sociedad actual y el mundo de 1984, sugiriendo que estamos comenzando a vivir en lo que se ha conocido como sociedad orwelliana, una sociedad donde se manipula la información y se practica la vigilancia masiva y la represión política y social. La novela no solo captura la opresión de un gobierno totalitario, sino que refleja los temores y las tensiones ideológicas de su tiempo. A través de Winston Smith, el protagonista, vemos la lucha de un individuo contra la manipulación del pensamiento, un tema que resuena en las luchas políticas de su época.
De igual manera, Ernest Hemingway, quien forjó su estilo en medio de las cicatrices de la Primera Guerra Mundial y la Guerra Civil Española, no puede ser entendido sin tomar en cuenta esos conflictos bélicos que definieron su obra. Por quién doblan las campanas es mucho más que una novela de amor y sacrificio: es un testimonio de la violencia de la guerra, del miedo, de la heroicidad y la desesperación de un mundo que se tambalea ante la barbarie de los conflictos. Las palabras de Hemingway, secas y directas, no son solo un estilo; son el eco de la violencia vivida en su tiempo, de las cicatrices de aquellos que lucharon y murieron en trincheras lejanas. Cuando uno lee Por quién doblan las campanas, no puede evitar sentir el dolor de un hombre que se enfrentó a la desolación, y no solo en los campos de batalla, sino también en la historia de su país, reflejo incluso de su atormentada vida personal.
A veces, el contexto histórico no solo es un reflejo de los grandes eventos, sino también de las pequeñas transformaciones cotidianas. Franz Kafka, con su inquietante novela La metamorfosis, nos habla no solo de la alienación de su protagonista, Gregorio Samsa, sino también de la deshumanización que experimentan las personas en una sociedad que empieza a padecer los primeros signos de una modernidad despersonalizada. Kafka, que vivió en el Imperio Austrohúngaro, escribía en un contexto de creciente industrialización, con tensiones sociales y políticas que se reflejan en la burocracia y la insatisfacción existencial de sus personajes. La transformación de Gregorio en un insecto puede leerse como una metáfora de la alienación en un sistema que devalúa a los individuos en favor de la eficiencia y el orden.
Toni Morrison, escribió en un contexto de lucha por los derechos civiles en los Estados Unidos. Su novela Beloved no solo es una obra maestra de la literatura, sino un testimonio del trauma histórico del esclavismo y sus efectos duraderos en las generaciones posteriores. Lo mismo sucede con Ojos azules que además de los conflictos raciales explora la obsesión con los estándares de belleza eurocéntricos y sus efectos devastadores en las personas, especialmente en las mujeres afroamericanas.
La protagonista, Pecola Breedlove, sufre a causa de su deseo de tener ojos azules, convencida de que esto la hará ser aceptada y amada. La novela explora el racismo, la discriminación y las heridas emocionales causadas por el rechazo social y cultural.
La relación entre el escritor y su contexto histórico no se limita a los grandes acontecimientos bélicos o políticos. También está presente en la literatura más íntima, la que refleja las tensiones cotidianas de una sociedad en transformación. El modernismo de Rubén Darío, por ejemplo, no solo es la búsqueda de una estética perfecta, sino también una reacción al agotamiento del siglo XIX, a los problemas sociales que surgían en América Latina tras la independencia. Su poesía refleja no solo una atmósfera de inquietud y renovación estética, sino también la lucha de los pueblos latinoamericanos por redefinir su identidad en un mundo en constante cambio.
En un contexto aún más reciente, Haruki Murakami nos ofrece en Kafka en la orilla una obra que refleja las inquietudes de la sociedad japonesa contemporánea, marcada por la globalización, la crisis de identidad y las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial.
Y sin ir más lejos, mi querido Jorge Luis Borges me lleva a reflexionar sobre la relación entre el escritor y su contexto, pero desde una perspectiva diferente. Borges nació en un Buenos Aires que vivía la contradicción entre la herencia colonial y la modernidad. Su obra, aunque impregnada de universos fantásticos y abstracciones filosóficas, está permeada por la historia de su ciudad, por la historia de un país marcado por la inestabilidad política y social. En sus textos, las referencias a la historia argentina y mundial no son meras anécdotas, sino la columna vertebral de su reflexión literaria. Borges, quien vivió en la incertidumbre de un siglo XX agitado, transforma el contexto histórico en laberintos mentales donde lo real y lo ficticio se entrelazan de forma irremediable. Cuando leo Ficciones o El Aleph, no solo estoy ante un escritor inmenso, sino ante un hombre cuyo tiempo le dio forma a su visión del mundo. A través de su obsesión con el infinito, los espejos y las bibliotecas, Borges no solo crea mundos, sino que nos recuerda que la historia misma es un juego de espejos, un reflejo de las múltiples realidades que vivimos y que, tal vez, nunca llegaremos a comprender por completo.
Un ejemplo más cercano a nuestro tiempo es Los detectives salvajes de Roberto Bolaño, una novela, que aunque centrada en una historia de búsqueda y misterio, no puede entenderse sin el contexto histórico y político de América Latina en los años 70 y 80 y particularmente, sin la sombra de las dictaduras que marcaron el continente. La obra de Bolaño se enfrenta a un escenario de violencia, represión y la constante sensación de desarraigo, temas que atraviesan no solo a los personajes, sino al mismo autor, quien vivió de cerca el tumultuoso siglo XX. Al leer esta novela, el lector no solo explora las vidas de los personajes, sino también las cicatrices de un continente que aún no ha logrado sanar del todo.
Lo mismo sucede con muchas novelas de la autora chilena Isabel Allende, por ejemplo: La casa de los espíritus o De amor y de sombra, donde ha dejado un testimonio descarnado de lo que fuera la dictadura militar establecida en Chile entre el 11 de septiembre de 1973 y el 11 de marzo de 1990.
Es que, en definitiva, el escritor es un producto de su tiempo, pero también es un agente de cambio. Su obra no solo documenta la historia, sino que la interpreta, la transforma y, a veces, la anticipa.
Cuando un escritor empuña la pluma, no solo está creando un texto, está configurando, con sus palabras, un nuevo reflejo del mundo en que vive. En sus obras, nos invita a descubrir las grietas de la historia, a mirar el pasado con otros ojos, a cuestionar las verdades aceptadas. Y lo hace porque sabe que al igual que los árboles que se alimentan de la tierra en la que crecen, las palabras que escribe están enraizadas en las vivencias, los conflictos y las contradicciones de su tiempo.
Es por eso que cada vez que me siento en este rincón, rodeada de libros, me doy cuenta de que no solo estoy en contacto con personajes y tramas. Estoy también en contacto con las huellas del pasado, con las huellas de aquellos que, a través de la palabra escrita, nos mostraron lo que significó vivir en su época. Y cada lágrima derramada, cada emoción sentida al leer, no es solo por la belleza de la historia o la profundidad de los personajes; es también por ese vínculo invisible entre el escritor y su contexto, entre el hombre y la historia que lo define. Porque la literatura, finalmente, es la prueba tangible de que la palabra puede ser testigo de las épocas, de los sueños y las frustraciones, de las victorias y las derrotas, de lo humano, en su forma más pura y más desgarradora. Y cuando todo se vuelve silencio y la última luz del día se apaga, solo me queda una certeza: que los escritores, al igual que nosotros, son hijos de su tiempo, y sus historias se convierten en Historia para hacerle frente a la eternidad.
Profesora de escritura creativa y coordinadora de talleres literarios, editora y correctora literaria, reseñadora y crítica literaria.
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