La muñeca de Kafka

“¿Y si esto que he imaginado, fuera sin yo saberlo, algo real?”, escribió Franz Kafka en uno de sus cuadernos dos años antes de morir. “¿Y si cada vez que abro la puerta, sin yo saberlo, me asomo a un lugar irreal? Nada malo; una vez que has traspasado el umbral, todo es bueno.”

El último año de la vida de Kafka, cuando convivió en Berlín con Dora Diamant, fue un tiempo feliz, casi irreal, casi bueno.
Todas las tardes la pareja salía a pasear por un parque de Berlín, cerca de la casa. Un día, tropiezan con una niña que lloraba desesperada. Kafka le pregunta qué le pasa, y la niña le responde que ha perdido su muñeca. Conmocionado por el dolor de la niña se ofrece a ayudarla en su búsqueda. Pero la muñeca no aparece. Para consolarla, inventa entonces una historia.

“Tu muñeca tan sólo está haciendo un viaje. Lo sé. Me ha enviado una carta”. La niña desconfió un poco: “¿La has traído” “No, la he dejado en casa, pero mañana te la traeré.”

La sonrisa vuelve a instalarse en el rostro de la niña que ha cambiado tristeza por curiosidad. Y entonces Kafka va más allá: le propone a la niña que al día siguiente vuelvan a encontrarse en ese mismo lugar, que él le traería la carta.
Esa misma tarde, Kafka se pone a escribir la carta de la muñeca. “Aquel día, cuenta Dora en sus memorias, Franz entró en el mismo estado de tensión nerviosa que lo poseía cada vez que se sentaba frente a su escritorio, así fuera para escribir una carta o una postal. Decidió escribir una carta en la que la muñeca contara el porqué de su marcha, le había prometido a la niña entregársela al día siguiente. La razón fue casi un milagro cuando se le ocurrió: la muñeca había decidido irse a recorrer el mundo.”
Pone en la tarea tanta seriedad y dedicación como en su propia obra. Quiere sustituir el objeto perdido por una realidad y quiere que esa realidad sea tan creíble como la vida misma, recurre entonces a lo único que tiene a mano: las leyes de la ficción. Al día siguiente, le lee a la niña la carta ficticia, en voz alta. La muñeca le explicaba en la carta que estaba harta de vivir siempre en la misma ciudad, que necesitaba cambiar de aires y que por eso había decidido viajar por el mundo aunque no había dejado de querer a la niña.
Kafka escribió una carta diaria en la que siempre informaba de nuevas aventuras, que se desarrollaban muy deprisa, de acuerdo con el ritmo de vida especial de las muñecas, según informaba. Al cabo de unos días, la niña había olvidado la verdadera pérdida de su juguete y ya sólo pensaba en la ficción que se le había ofrecido como sustituto. Franz ponía en cada frase de la historia tanto detalle y sentido del humor, que el estado en que se encontraba la muñeca resultaba del todo comprensible: la muñeca había crecido, había ido al colegio, había conocido a otras gentes. Aseguraba una y otra vez que quería a la niña, pero que de momento tenía otras obligaciones y otros intereses que no le permitían volver. A la niña, Kafka le pidió que reflexionara, y así la preparó para la inevitable renuncia. El juego duró por lo menos tres semanas hasta que el engaño se hizo insostenible. Entonces, en la última carta, Kafka decide explicarle que la muñeca no podía volver porque se iba a casar. “Tú misma comprenderás que en el futuro tendremos que renunciar a volver a vernos.” Más o menos, según las memorias de Dora Diamant, esas fueron las palabras finales de la última carta.
Franz Kafka había resuelto el pequeño conflicto de la niña a través del arte y gracias al medio más efectivo del que personalmente disponía para ordenar el mundo: la ficción. Solo tenemos el testimonio de Dora Diamant porque las cartas desaparecieron, tampoco pudieron nunca encontrar a la niña “amiga” de Kafka. Pero algunos escritores no se resignaron a dejarla morir como una historia más. Jordi Sierra i Fabra, muchos años después, conoció la anécdota y decidió escribir sobre ello en una obra llamada “Kafka y la muñeca viajera”. También Paul Auster, en su libro “Brooklyn Follies”, menciona la anécdota para alabar al escritor y su solidaridad, capaz de crear una obra de arte epistolar para una sola lectora.


Libros en el artículo:

  • La muñeca de Kafka – Jordi S. Fabra
  • Brooklyn Follies – Paul Auster

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