A nadie escapa la importancia de alimentarse que todo cuerpo viviente necesita para seguir viviendo. Alimentarse es ingerir alimento y claro, me dirás, nada más básico que esa explicación, pero no estamos en clase de biología, puede que alguno entre ustedes piense. Y es verdad, no es del cuerpo humano que voy a hablarles ni de los beneficios de una buena alimentación que nutra nuestro organismo. No. Les vengo a hablar del alimento del espíritu, del alma, y antes de ponerme filosófica, les vengo a contar que yo me como los policiales. Y ¿Por qué el policial?, se preguntarán, ¿por qué entre tantos otros géneros elijo el policial como alimento? Cómo, se interrogarán también, ¿algo tan oscuro puede nutrir algo tan luminoso como el espíritu?
Se los voy a demostrar.
Antes de seguir adelante, quiero que quede bien en claro que soy una lectora ecléctica y en materia de lectura, como dice una frase muy argentina: “cualquier bondi me deja bien”. Pero el policial… me atrae, me atrapa, me retiene, me alimenta, me nutre. Por eso literalmente me como las novelas policiales, las devoro. Sí, sí, ya sé que ahí llega de nuevo tu pregunta ¿Por qué?
Mi costado optimista te respondería que satisface mi hambre de justicia, que el delito sea castigado es de altruistas y aunque no lo soy en el sentido estricto de la palabra, en esas novelas (en muchas, de un tiempo a esta parte) al final el crimen paga. El criminal es detenido y se descubre la trama siniestra, se sabe la verdad, se hace justicia. No importa lo deplorables que puedan parecer los hechos, finalmente la ley y el orden ponen las cosas en su lugar. Mi costado optimista entonces ha saciado su apetito.
Pero también tengo un costado pesimista y desde allí mi respuesta sería que me como los policiales porque creo que todos convivimos con el mal junto al bien, incluso dentro de nosotros mismos. Nuestro impulso más primitivo suele lanzarnos a veces hacia la necesidad de violencia que implican las malas conductas, suelo ser consciente de esa voracidad de maldad que reclama mi costado animal. Debo admitirlo, el mal a veces pugna por salir pero gracias a una educación civilizada que nos ubica en un universo de reglas y leyes, a la larga sabemos reprimir ese costado violento y convertirnos en humanos o al menos en seres “civilizados”. La novela policial suele mostrarnos ese universo patas arriba y lo ordena. Gracias al policial, y como suelo ser sincera conmigo misma, reconozco esa tendencia ancestral hacia la violencia que tenemos los humanos como solución rápida a los males del mundo, como si un apetito voraz me dijera: tienes que matar a los malos, busco redención en las historias de criminales. Las novelas policiales no disfrazan nuestra esencia, al contrario, nos muestran que nuestras maldades existen, el género policial en cierta forma nos reconforta y nos consuela porque nos aclara que hay maldades peores de las que a diario se nos ocurren.
Puede ser también que repletos del cinismo que alimentan las injusticias diarias que presenciamos lleguemos a pensar como el madrileño Nacho Cabana, autor de La chica que llevaba una pistola en la tanga, que sostiene que uno lee ese tipo de libros “para aprender a ser malo cuando se cansa de ser bueno”, o simplemente para descomprimir porque en realidad, como decía Jean Paul Sartre en A puerta cerrada: “el infierno son los otros”. Y por eso nos nutrimos de esas historias crueles, y en contraposición a ellas nuestra cotidianeidad es un magro aperitivo.
Y si luego de atiborrarme de novelas policiales logro establecer un equilibrio entre esas dos mitades y me ubico en la realidad, concluyo que muchas veces el hambre de distracción me sobrepasa y como la novela policial es absolutamente entretenida, las leo. Son una forma de recreo, un descanso, una tregua en la jornada.
Divierte, es decir, dirige la atención del mal hacia un costado que no me pertenece, propone una preocupación ajena para sacarme de las propias y me hace olvidar del apetito voraz por encontrar justicia o hacerla con mis propias manos. Cuando tengo en mis manos una novela policial es como si entrara en mi restaurante favorito, sé que allí encontraré lo que me gusta y por eso me como los policiales.
También se sacia mi sed de curiosidad con estas historias. Lo típico es que todo comience poniéndonos un muerto frente a la nariz y es como si de esas páginas brotara un aroma que cosquillea mi morbosa curiosidad y como un aromático consomé que me hace agua a la boca, el policial, me despierta la inquietud por averiguar quién es el muerto, quién cometió el crimen, por qué lo hizo, qué va a pasar, quién va a intervenir, qué más se sabe.
Por eso entrar en un buen policial es como atarse la servilleta al cuello, empuñar tenedor y cuchillo y devorarlo hasta darme un atracón.
Los policiales los leo porque además de satisfacer mi sed de violencia y de justicia, además de satisfacer mi curiosidad me permiten responder preguntas acerca de la psicología humana, de la sociedad, de la moral, del mundo. La mayoría de los policiales despliegan como parte de su escenario una clara crítica de costumbres y una cierta crítica social que arrancó con Dashiell Hammett (El halcón Maltes), en los años 20 en Estados Unidos, siguió con Raymond Chandler (El largo adiós) y con Andrea Camilleri (La forma del agua) en Italia y Manuel Vázquez Montalbán (Yo maté a Kennedy) en España, y se acentuó en el policial latinoamericano con Truman Capote a la cabeza en A sangre fría, con Rodolfo Walsh que nos habla de una Operación masacre y nos acerca los años más violentos de una Argentina que nunca olvidaremos.
En el fondo, no voy a negarlo, los policiales me los como porque me declaro glotona de ese mundo de intriga, de acción y de aventuras que nunca viviré. En el fondo me encantaría ser esa investigadora curtida que puede ser sensible frente a la dura realidad, que puede darle algo más que una mano a un humillado, que puede vengar al ofendido, derrumbar al soberbio, y ser ferozmente apasionada. Porque por suerte las mujeres también son protagonistas del policial contemporáneo. Como la forense Kay Scarppetta de la autora Patricia Cornwell (Post Mortem) o la inspectora Amaia Salazar, la protagonista de las historias creadas por Dolores Redondo (El guardián invisible).
Alimentarse es ingerir alimento, y el alimento que mi glotonería lectora necesita son los policiales. Por eso me los como.
Profesora de escritura creativa y coordinadora de talleres literarios, editora y correctora literaria, reseñadora y crítica literaria.
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Libros en el artículo
- El halcón Maltes – Samuel Dashiell Hammett
- La chica que llevaba una pistola en el tanga – Nacho Cabana
- La puta respetuosa y A puerta cerrada – Jean-Paul Sartre
- Post Mortem – Patricia Cornwell
- Yo maté a Kennedy – Manuel Vazquez Montalban
- A sangre fría – Truman Capote
- Operación masacre – Rodolfo Walsh
- El guardian invisible – Dolores Redondo
- La forma del agua – Andrea Camilleri
- El largo adios – Raymond Chandler
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