Llorar

La tarde declina y las sombras me alcanzan sentada en el piso, en un rincón junto a la biblioteca. Añoro desde chica esos rincones donde un libro y las palabras me encienden el alma y me alejan de los sufrimientos de la vida real. Son esos pequeños espacios donde, a veces, los sufrimientos reales se trastocan y se convierten en el sufrimiento de esos seres de papel por quienes se vierte una, un par o un mar de lágrimas. A veces solo necesitamos una excusa para llorar nuestras propias penas, otras veces solo la empatía que genera la buena lectura nos deja con los ojos hinchados y la boca seca. No hace falta buscar la catarsis, de hecho hoy sentada en un rincón junto a la biblioteca no necesité hacer terapia literaria sino que el llanto me asaltó sin quererlo.

Hoy era uno de esos días en que no me apetecía seguir leyendo el libro que ayer dejé esperándome, hoy quería sentarme donde estoy, en un rincón, y repasar historias, hoy necesitaba reencontrarme con alguno de esos amigos forjados por las palabras. Me dirán que no es casualidad y que aunque lo niegue necesitaba exorcizar mis penas, es probable, lo cierto es que no hay mejor forma de expulsar demonios que compararlos con los demonios del otro.
Los otros, esos queridos seres de papel son tantos que ahora mientras la tarde ya ha declinado y se ha convertido en sombras, me encuentro rodeada de libros. Uno a uno los he ido sacando de sus estantes, porque uno me ha llevado al otro y porque necesitaba volver a sentir la emoción de la primera vez, volver a sentir el alma estrujada, ratificar que no me equivoqué cuando lo leí por primera vez, que no estaba errada al sentir mis ojos empapados por la tristeza ajena, por esa tristeza de mis amigos de tinta que por un rato fue mi propia tristeza.
Soy de lágrima fácil, debo admitirlo, también debo admitir que me cuesta llorar frente a alguien salvo que sea un amigo y como amigos tengo a montones, decenas por cada anaquel de mi biblioteca, hoy he liberado las compuertas de mi llanto, le hice caso a Oliverio Girondo cuando dijo:

Abrir las canillas,
las compuertas del llanto.
Empaparnos el alma, la camiseta.
Inundar las veredas y los paseos,
y salvarnos, a nado, de nuestro llanto.

Y estoy un poco más tranquila que esta tarde antes de que las sombras me alcanzaran en este rincón, y seguramente don Oliverio me daría una palmada en el hombro y yo sabría que me siento mejor porque llorar no es simplemente llorar hay que saber hacerlo:

Llorarlo todo, pero llorarlo bien.
Llorarlo con la nariz, con las rodillas.
Llorarlo por el ombligo, por la boca.
Llorar de amor, de hastío, de alegría.

Llorar por y con un amigo. Llorar como he llorado aquella primera vez cuando nos conocimos. No creo equivocarme si afirmo que a muchos les habrá sucedido lo mismo que a mí cuando lloré con Fantine, madre, mujer, víctima de las circunstancias que se convierte en un arquetipo del propio sacrificio, en el prototipo de la madre cariñosa.
Fantine, nacida de la pluma de Víctor Hugo. Imposible no sostener el corazón en una mano mientras con la otra pasamos las páginas de un libro tan emotivo como perturbador. Quién pudo retener la congoja, quién pudo mantenerse indemne, quien sea que arroje la primera piedra, si leyendo Los Miserables no ha derramado una sola lágrima es que tiene el alma encarcelada y el corazón fosilizado.

La generosidad y el amor pueden cambiar la vida de las personas, eso lo aprendí desde chica pero ya mayorcita Charles Dickens me contó que estaba por el camino correcto. Eso sí, no siempre el camino será un sendero de rosas y para eso llegó a mis manos David Cooperfield. David es el personaje principal de esta historia, un niño inocente, amable y algo ingenuo y justamente por esa ingenuidad es que se me estrujaba el pecho cada vez que la vida le daba un cachetazo, y es que le daba uno tras otro y era imposible permanecer indiferente ante la injusticia y más aún cuando hay un niño de por medio. Desde entonces David Cooperfield fue mi amigo y cada tanto vuelvo a llorar sus penas, más que nada para que no vuelva a sentirse solo nunca más.

«La sociedad humana ha creado el lenguaje para que podamos comunicarnos nuestros pensamientos, sentimientos e intenciones». Estas palabras pertenecen a David Lurie, el personaje de una novela que es experto en poesía romántica inglesa y docente. Y aunque este personaje enseña comunicaciones en la Universidad Técnica de Ciudad del Cabo y es un estudioso de la poesía y de la palabra escrita, el lenguaje a menudo no le alcanza para comunicarse. Y claro, David se convirtió en mi amigo desde el primer momento porque quien trabaja con las palabras sabe lo cruel que resulta a veces no encontrarlas, a veces sentirlas inútiles y todo el tiempo la bronca y la desolación que me subleva y quisiera tomar las armas y anular el acto que la genera.
La desolación es un sentimiento imposible de sostener y entonces no me queda sino el llanto. Esta tarde ya casi noche al ver la portada de Desgracia, la novela del escritor sudafricano John M. Coetzee, Premio Nobel de 2003, me dejé llevar por la desolación y volví a llorar por mi amigo Lurie.

Una hermosa historia de amor nos pinta el alma de rosa, pero cuando todo se decolora bajo el tinte de la arrogancia humana, del maltrato a la gente más vulnerable en nuestra sociedad, cuando la indiferencia ante esa vulnerabilidad es casi normal, entonces a quién no se le estruja el alma. Y cuando el alma es estrujada, el alma llora. Atrévete a contradecirme leyendo Nunca me abandones de Kazuo Ishiguro.

Acababa de tener una pesadilla. Bueno, una pesadilla no. “La pesadilla”. La que tenía tantas veces últimamente. La de la oscuridad y el viento y los gritos. La pesadilla en la que unas manos se escapaban de las suyas por muy fuerte que las sujetara.
No sé por qué el dolor de un niño me arrebata el aliento, me deja sin fuerzas, me incapacita para ayudar a sostener ese dolor, me anula la voluntad y cuando esto sucede, nadie puede prohibirme llorar. Un monstruo viene a verme es una novela infinitamente dolorosa que cuenta la historia de un niño que debe aprender a distinguir entre el deseo de que su madre muera para no verla sufrir o verla sufrir pero que no se muera. Una obra maestra escrita con el corazón por Patrick Ness.
Connor, pequeño amigo, esta tarde nuevamente no pude resistir las lágrimas y te abracé una vez más.

El llanto tiene esas cosas, a veces acude para mitigar el dolor, a veces para demostrarnos que estamos vivos y siempre de la mano de la palabra. La palabra como detonante orgásmico que nos sitúa en el límite entre el placer y el dolor. La palabra que trastoca lo real en mágico y ejerce el poder incluso de emparentar la risa con el llanto. Y sí, porque de deleite, de gozo, de felicidad también se llora mediante la palabra.
He llorado por los niños, por adultos en situaciones de pobreza, por confesiones que llegan del pasado y acomodan una vida, he llorado por la muerte de un protagonista, por un pedido de auxilio que no llega a tiempo. Pero en el colmo de esa experiencia misteriosa que provoca el llanto, también he llorado frente a palabras hermosas que no describen un sentimiento determinado ni una situación límite. He llorado ante la simple belleza de las palabras exactas y mágicamente ordenadas en el discurso narrativo de Jorge Luis Borges, he lagrimeado de emoción con una sonrisa en la boca (misterioso ¿verdad?) frente a las creaciones léxicas de Julio Cortázar, su fino humorismo que rompe con los moldes tradicionales, su inigualable complicidad entre los personajes (y/o el autor y los lectores).
Bien encadenadas, con un ritmo que es casi música, las palabras me estremecen. Supongo que como el sol puede convertir una flor en una obra de arte, también la luz de las palabras bien empleadas hace que una frase sea una obra maestra.

Por expresar sentimientos y por hermosas, las palabras me conmueven. Por narrar desgarradoras experiencias y por la magia que encienden cuando bailan al compás de un excelente autor, las palabras me emocionan. Y cuando eso sucede, como esta tarde, solo se me ocurre…llorar.
Pero llorar… también es sanar.

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Libros en el artículo

  • David Copperfield – Charles Dickens
  • Desgracia – John Maxwell Coetzee
  • Nunca me abandones – Kazuo Ishiguro
  • Un monstruo viene a verme – Patrick Ness
  • Los Miserables – Víctor Hugo

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