Las palabras se cargan de sentido a medida que vivimos porque a medida que adquirimos experiencia ciertas palabras que otrora parecían conjurar el futuro comienzan a tomar cuerpo, se hacen más cercanas, se resemantizan. En algún momento, la palabra «muerte» empieza a formar parte de nuestras vidas.
En la niñez nadie se plantea la finitud como una cuestión filosófica, sabemos que las plantas nacen y mueren incluso que nuestras mascotas pueden un día no estar más y salvo que un familiar muy cercano deje este plano, allí se termina el planteamiento. Para los niños la eternidad no es una utopía, es el futuro que nos resta devorar.
En la adolescencia la finitud comienza a ser una posibilidad pero siempre puesta en el afuera, porque la fuerza de la vida que recién empieza a demostrarse plantea nuestro fin como una posibilidad muy remota.
En la adultez ya caen los muros de nuestra impunidad frente a la vida y comprendemos que nuestra existencia se está gastando sus últimos cartuchos. La partida de nuestros seres más cercanos concretiza la mortalidad, la vuelve no solo posible sino cercana, el sesgo de expectativa (fenómeno cognitivo por el cual las posibilidades influyen sobre la percepción) hace el resto.
La muerte nos acecha, pensarán algunos. La muerte es parte de la vida, dirán otros espantando su propio miedo con la ocurrencia. En definitiva, el implacable paso del tiempo y la mortalidad es una incontestable verdad universal. Las historias que el hombre entreteje mientras el fin no llega, mientras la muerte se lo permite, es también parte de este universo de las palabras que periódicamente nos convoca.
A lo largo de las eras, los escritores han explorado de manera magistral la fugacidad de la vida humana, la literatura ha servido como un espejo en el que contemplamos nuestra propia mortalidad.
Ya desde las tragedias griegas, como en las obras de Sófocles o Eurípides, vemos reflejados los dilemas éticos y existenciales que acompañan a la vida finita. Antígona, por ejemplo, desafía las leyes humanas en nombre de principios eternos recordándonos que la lucha por la justicia y el sentido trasciende los límites terrenales.
En la literatura moderna, autores como Gabriel García Márquez exploran la inmortalidad a través del arte de contar historias. En obras como Cien años de soledad, el tiempo se deforma y se repliega sobre sí mismo, encapsulando siglos en una narrativa circular que desafía la linealidad del tiempo para recordarnos que la eternidad es ficticia y la mortalidad que acecha en cada página, también nos acecha en cada esquina.
Claro que cada autor es un mundo y cada uno aborda la muerte como puede.
La literatura también aborda el envejecimiento como un proceso lleno de significado y nostalgia y como parte de ese camino hacia la nada, cada vez más inminente. En Las intermitencias de la muerte de José Saramago, la muerte decide suspender su trabajo, llevando a los habitantes de un país a un mundo donde el tiempo se estira indefinidamente. La ausencia de la muerte distorsiona la percepción del tiempo y redefine la vida misma, obligando a los personajes a enfrentar el envejecimiento, y esta suspensión nos enfrenta a un fenómeno de eternidad que pareciera aún peor que la muerte misma.
Además, como vamos viendo, la literatura funciona como un vehículo para preservar la memoria y construir legados perdurables. En Los miserables de Víctor Hugo, el peso de la historia personal y social se entrelaza con el destino de los personajes quienes luchan por redimir sus vidas y dejar una marca en un mundo que tiende al olvido. Jean Valjean, con su búsqueda de redención, representa la lucha contra la mortalidad no solo a través de su vida física, sino también a través del impacto duradero que deja en aquellos que lo conocieron.
En Muerte en Venecia de Thomas Mann, el protagonista, Gustav von Aschenbach, se enfrenta a la decadencia física y espiritual mientras busca la belleza y la juventud en la ciudad de Venecia. El relato de Mann examina cómo el deseo de desafiar la mortalidad puede llevar a una obsesión destructiva. Aschenbach, al enamorarse de la juventud encarnada en el joven Tadzio, termina confrontando su propia fragilidad, lo que lo arrastra hacia su inexorable final. Este relato muestra cómo la lucha contra el envejecimiento y el deseo de inmortalidad pueden llevar a la pérdida del equilibrio y, finalmente, al colapso.
Otro ejemplo contundente es El retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde. Dorian Gray, un joven de extraordinaria belleza, vende su alma para permanecer eternamente joven mientras su retrato envejece en su lugar. A través de este pacto, Wilde explora el deseo humano de desafiar el paso del tiempo y la inevitable corrupción que resulta de esta búsqueda de inmortalidad. El retrato, que se deteriora mientras Dorian mantiene su juventud, se convierte en una representación física de la descomposición moral y la realidad de que nadie puede escapar verdaderamente de la muerte. La novela ilustra la idea de que la literatura puede ofrecer una reflexión sobre los peligros de la negación de la mortalidad y la obsesión con la apariencia.
En última instancia, la literatura no solo enfrenta la mortalidad y el paso del tiempo, sino que también nos recuerda la belleza de cada momento. A través de las páginas de libros, los escritores capturan la esencia misma de la experiencia humana: efímera, compleja y profundamente significativa. Nos susurran al oído que el paso del tiempo es implacable y la mortalidad una incontestable verdad universal.
Como mortales no dejaremos de explorar la vida, justamente porque la finitud es una cuestión filosófica recurrente aunque tratemos de ignorarla.
Y una vez más la literatura como camino de reflexión sobre nuestras propias historias, como método para encontrar consuelo en la inevitable desaparición que define nuestra existencia. Entre letras y susurros, la literatura sigue siendo un faro en la noche oscura de la mortalidad, iluminando nuestros corazones con historias que trascienden el tiempo y nos conectan con la finitud de lo humano y la eternidad de lo inevitable: la muerte.
Profesora de escritura creativa y coordinadora de talleres literarios, editora y correctora literaria, reseñadora y crítica literaria.
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