Leemos por varias razones: para relajarnos, para divertirnos, para aprender, para evadirnos… quizás una de las funciones más nobles de la lectura es su capacidad para inspirarnos. Inspirar ideas, una forma de vida, consuelo, ganas de ser mejores. Es innato al ser humano la necesidad de crecer, y crecer es lo que sentimos cuando nos acercarnos a un ideal. Sin esa pulsión de vida, la existencia sería aburrida, es como si se nos hubiese detenido el motor. Y la lectura suele acercarnos un motivo para seguir viviendo, creciendo. Ese aire vivificante podemos encontrarlo en un personaje con el que nos identificamos, o en un acto que despierte admiración, un lugar que resuene en nosotros, una filosofía que nos hable de lo que somos o lo que intentamos ser. Pero, ¿cómo encontrar ese precioso hálito a lo largo de nuestras lecturas? Leyendo los clásicos. Sí, no les tengas miedo a los clásicos.
Si los grandes clásicos han sobrevivido al paso del tiempo es porque nunca han terminado de decir lo que tienen que decir, y tu lectura, tu interpretación de esas ideas guardadas durante siglos les permitirá a los clásicos seguir diciendo lo que tienen para decir y lo más importante te permitirá a ti escucharlo.
Durante siglos, autores de gran talento se han dado a la tarea de transcribir los males y las alegrías de la existencia, de lo que significa estar vivo. Sus obras representan una verdadera mina de oro que describe, explica y a veces sugiere remedios para todas las dificultades imaginables. Ya sea en busca de modelos a seguir o de consuelo los clásicos siempre tienen algo que ofrecernos, tienen el combustible que pondrá en marcha tu motor.
Lo primero es leer con espíritu crítico. El lector que espera sacar algo de su lectura tendrá que leer activamente, no se contentará con absorber el contenido del libro como un pajarito se traga todo lo que su madre deja caer en su pico. Para llegar a las profundidades de un libro y sacar de él el enriquecimiento que promete, hay que tener una mente crítica, cuestionarse lo que un texto nos ofrece como indiscutible, plantearnos nuestra propia posición, sobre todo teniendo en cuenta que si hablamos de clásicos es probable (casi seguro) que el contexto en el cual leemos (el presente) haya cambiado considerablemente respecto a épocas pasadas.
Al leer un clásico no debemos abrir un juicio de valor. La infidelidad, por ejemplo, es algo que a través de los siglos ha tomado sesgos diferentes y no es lícito juzgar a Ana Karenina desde nuestra mirada dentro de este transgresor siglo XXI sino más bien entender la idiosincrasia de ese personaje dentro del contexto en el cual vivió. Buscar analogías, de eso se trata.
En ocasiones la lectura de un clásico nos aleja de nuestro contexto pero que no te quepan dudas de que muchas veces nos acerca a nuestra situación real y están mucho más próximos de nosotros de lo que imaginamos aunque suene a paradoja. Es haciendo vínculos, comparaciones o paralelismos entre nuestra experiencia y las desventuras de nuestros héroes favoritos que encontramos respuestas a nuestras propias preguntas personales. No es centrándonos en un siglo determinado sino en la idiosincrasia del ser humano. Un clásico no representa solamente una época determinada, es un clásico justamente porque las cosas que les pasan a los protagonistas podrán ser las mismas cosas que nos pasarían a nosotros si cambiamos un par de detalles y el contexto. Para sacar provecho de la lectura de los clásicos, hay que pararse del lado de los personajes, dejando de lado fronteras geográficas y/o temporales.
Lo importante es desmitificar a esos grandes de la literatura universal que a veces meten miedo. Y tomo como ejemplo el más atemorizador de entre los clásicos: Guerra y Paz de León Tolstoi. Un enorme pavé como dicen los franceses cuya traducción sería más o menos un adoquín. Más de 1500 páginas, cientos de personajes centrales y otros tantos secundarios. Un conflicto de base verdaderamente conflictivo, valga la redundancia. La trama gira en torno a la historia de varias familias aristocráticas en Rusia durante la invasión napoleónica, bajo el reinado de Alejandro I. Amor, odio, angustia, luchas, muertes y desafíos, son los ingredientes con los que está condimentada esta obra. Y nótese que menciono temas que no tienen mucho que ver con la guerra armada ni con los enfrentamientos a punta de bayonetas, son temas que trascienden los conflictos políticos de aquella y de cualquier época. Guerra y Paz habla del ser humano, la invasión napoleónica es solo un pretexto contextual.
Contrariamente a lo que presuponemos, antes de leerlo, es un libro accesible, para nada complicado de leer. El lenguaje es sencillo, sobrio y fluido, sin adornos, sin florituras poéticas de un vuelo inalcanzable. El estilo es real y por eso efectivo. Puedo asegurarte que atrapa de principio a fin, hasta el punto de que es difícil dejar de leerla una vez comenzada.
La novela de Tolstoi está plagada de momentos fuertes, pasajes conmovedores, acontecimientos sobrecogedores. Habla a su lector porque toca lo que todos tenemos en común: las pruebas y alegrías de la experiencia humana. Hay grandeza, no solo en la extensión del libro, sino también, y como anticipé desde un comienzo, en los temas que aborda y su exploración del alma humana. Y sobre todo es atemporal, por eso es uno de esos clásicos que pondrá en marcha tu motor.
Si los hechos descritos son muy específicos de un lugar y una época determinados (la Rusia imperial a principios del siglo XIX), la suerte de sus protagonistas es la de todo ser humano. Las lecciones, los aprendizajes y sobre todo el desarrollo y crecimiento de los personajes son dentro de valores humanos vigentes aún para el lector de hoy.
Y desde la Rusia imperial, les propongo ahora viajar a Francia, durante la segunda mitad del siglo XIX. La novela de la cual voy a hablarles, además de ser una de las selecciones literarias por excelencia en el género del llamado romanticismo tardío, constituye uno de los puntos de referencia para el movimiento que estaba presto a surgir: El realismo.
Esta vez el clásico no es un mamotreto de muchas páginas pero tiene el poder de un sable que hiere y descalabra, mediante una crítica implacable a la sociedad de alto rango en la Francia del siglo XIX. Y para terminar con el suspenso aunque quizás muchos ya lo hayan adivinado, estoy hablando de Madame Bovary que más que una novela, es un retrato fiel y un paradigma para la literatura universal. Según palabras de Henry James, autor, ensayista y crítico literario estadounidense: Madame Bovary tiene una perfección que no solo la marca, sino que la hace casi única: posee una seguridad inaccesible y excita y desafía todo juicio.
No leemos esta historia para abrir un juicio de valor sobre Emma, su protagonista, sino para entenderla dentro del contexto que le tocó vivir, que extrapolado al presente podría compararse con cualquier violencia de género a nivel psicológico que nos toque presenciar. Hasta ese punto Madame Bovary (Emma) termina poniendo fin a sus días, días que no quiso vivir, sino que se vio obligada a hacerlo. Hay violencia sí, nunca está ausente la violencia ni allende los siglos ni aquende en nuestros días.
Y porque estemos en el siglo que estemos la puesta en duda de ciertas costumbres, la pérdida de valores, el nivelar para abajo en cuestiones culturales y/o morales nos obliga a un análisis de la sociedad en que vivimos y decanta en la crítica de nuestro presente.
Leer a Flaubert es imprescindible. A la luz de una sociedad pacata el autor Gustave Flaubert nos deja un fresco de aquella sociedad aunque pasen los siglos. Reflejados por analogía, nuestra sociedad del siglo XXI también tiene miles de “Emmas” tratando de abrirse paso para vivir un poco mejor.
Una obra se convierte en un clásico cuando pone sobre la mesa una realidad atemporal, con la que individuos de distintas generaciones pueden sentirse identificados. Además de la ya mencionada frustración humana, Madame Bovary reflexiona acerca de cuestiones tan universales como el egoísmo, la vanidad o el orgullo. Flaubert aborda temas políticos, religiosos y culturales con tanta agudeza que es inevitable llevar a cabo una lectura pausada y reflexiva, es inevitable el cuestionamiento acerca de nuestra forma de ver el mundo. Tanta ha sido la influencia de este clásico que Emma ha dado pie al término «bovarismo», usado en el campo de la psicología para referirse al estado de resignación de una persona y a la anulación de sus aspiraciones.
Nunca se ha confirmado que la famosa frase «Madame Bovary, c’est moi» fuera pronunciada o escrita por Flaubert. Sin embargo, es innegable que Madame Bovary, en realidad, somos todos: los infortunios de esta heroína desdichada siguen siendo de notoria actualidad para todos los que, dos siglos después, se resignan ante la realidad aburrida del día a día.
Podría seguir desgranando miles de ejemplos, voy a circunscribirme a estos dos por razones de espacio y para no aburrirlos. Sin embargo voy a permitirme hacer apología de los clásicos y dejarles una reflexión final:
Nos encariñamos con los personajes, se vuelven como compañeros, amigos. Se exploran todas las experiencias imaginables, amar, no ser amados, sufrir malas influencias, traiciones, cumplimos venganzas que seríamos incapaces de realizar, sentimos celos e incluso comprendemos que son a veces innecesarios, buceamos en nuestro interior, nos descubrimos, nos conocemos.
Sinceramente hablando, yo diría que deberías poner en marcha tu motor clásicamente leyendo.
Profesora de escritura creativa y coordinadora de talleres literarios, editora y correctora literaria, reseñadora y crítica literaria.
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Libros en el artículo
- Gerra y Paz – León Tolstoi
- Madame Bovary – Gustave Flaubert
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