¿Gordos o Flacos?

Lo bueno si breve, dos veces bueno, dijo alguna vez Baltasar Gracián (escritor español del Siglo de Oro) y la frase se convirtió en refrán. Significa que las cosas, cuando son breves, cortas, son mucho mejores que cuando se trata de algo muy largo, muy extendido. Es decir, que lo bueno en exceso puede no ser tan bueno y lo breve aunque no parezca puede ser mejor. Sin embargo, a primera vista, esto parece no aplicarse a los libros.

Si hacemos un paneo por los “más vendidos” por ejemplo, esos llamados “best sellers” o que pretenden serlo, veremos que ninguno baja de las 400 a 500 páginas. A las pruebas me remito con algunos autores que fueron y siguen siendo los más vendidos: Kent Follet, María Dueñas, Sarah Lark quien además de escribir novelas de hasta 600 páginas nos propone sagas de hasta 3 y 4 libros que devoramos ansiosamente hasta completar la historia. Y la lista sigue…

Es evidente que los lectores amamos los libros largos, de hecho cuando entro en una librería mi mirada se dirige siempre primero a los libros de ancho lomo, en mi caso, sobre todo para poder disfrutar durante más tiempo la lectura de un autor que sé positivamente que me va a gustar y no terminar con la sensación de que ha durado un suspiro. Sin embargo, ampliando mi horizonte “lector” suelo decantarme a veces por libros más cortos y debo reconocer que he dado con algunas perlitas que, breves pero intensas, nada tienen que envidiar a los librotes de hasta 800 páginas. Evidentemente todo depende de la habilidad del autor, que si la tiene, puede producir tanto creaciones de largo aliento como suspiros que nos hagan temblar el alma.
Necesito esforzarme en ser equitativa y resulta que en materia de buena o mala literatura la extensión no dice mucho. “El Quijote” tiene cerca de 1000 páginas y ¿quién duda que sea una obra maestra de la literatura universal? Como contrapartida un librito precioso que acabé de leer la semana pasada, La Librería de Penelope Fitzgerald, no alcanza a las 200 páginas y Buenos días tristeza, el archiconocido libro de Françoise Sagan que se convirtió en culto de lectura en la Francia de los años ‘50 solo tiene 150 páginas. Sin embargo, recalco, los más vendidos superan el doble y hasta el triple de esa cantidad de páginas.

¿Por qué? Entonces los lectores se decantan por libros “pavé” como los denominan los franceses, libros “adoquín”, sería la traducción. ¿Por qué? Un libro finito nos parece un “librito” cuando en verdad, evidentemente calidad no es sinónimo de cantidad y viceversa. Quizás como suele sucederme a mí con algún autor favorito, sea por el simple gusto de alargar el placer de continuar leyendo. Lo cierto, es que un libro adoquín no garantiza calidad pero sí garantiza al lector historias con muchos giros argumentales, con un suspenso sostenido página tras página que nos engancha y a su vez prolonga y sostiene la ansiedad de llegar al final. ¿Es ansiedad lo que busco cuando elijo un pavé?, ¿es la necesidad de sentir el alma agitada lo que me obliga a prolongar el placer de seguir leyendo? ¿Será por eso que elijo libros largos?
O más bien, ¿me gusta más la forma que el contenido?, ¿admiro más la delicadeza?, ¿me embeleso ante un estilo sobrio y elegante, que con poco dice mucho?, ¿me quedo con emociones que duran un ratito pero permanecen en el recuerdo? ¿Será por eso que prefiero los cortos? Es una verdadera lástima que los libros cortos no lleguen a “best sellers”. Y es que la calidad de una obra no puede medirse por el volumen sino por su contenido y profundidad. Reivindico las novelas cortas que además, si como muchos dicen no tener tiempo para leer, deberían ser doblemente bien recibidas. Novelas breves, profundas, con un estilo cuidado como Seda de Alessandro Baricco, o con un contenido filosófico espiritual como El Principito de Antoine de Saint Exupéry, suelen ser pequeñas muestras de talento y como pasa con el buen licor, basta con un pequeño continente para apreciarlas.

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