Buenos y malos

¿Hay buenos y malos libros?
Hallar la respuesta no es solo cuestión de criterio, sino de gustos. En literatura tampoco hay nada escrito sobre gustos y muchas veces lo que para uno tiene el sabor del elixir para otros sabe a rancio.
La experiencia también cuenta en materia de lecturas, la formación académica de los lectores no es menos importante, y no debemos dejar de lado la ardua tarea de leer incansablemente a fin de poder comparar. Comparar un libro con otro puede dejarnos, a veces, un regusto amargo: el del tiempo perdido habiendo leído un libro no tan bueno. Pero como contrapartida también es posible relamerse saboreando el gusto de aquel otro exquisito libro. Y para saborear, para dar por fin con el libro acorde a tu gusto, hay que seguir probando, hay que seguir leyendo, insistiendo.

Pero claro, no solo se trata de que el azar ponga en tus manos un buen libro, se trata de buscar, de entender en primer término ¿Qué es lo que hace de un libro, un “buen libro”? A la hora de catalogar, corremos el riesgo de no ser del todo objetivos de manera que habría que pararse en medio de una línea muy delgada que separa el libro exquisito del libro adecuado a tu paladar. No se trata de lanzar al aire la consabida frase de “me gusta” o “no me gusta”, tampoco hay que fundamentarlo académicamente, pero sí saber que un libro puede ser bueno o malo de acuerdo al cristal con que se mire.

Lamentablemente, hemos estado dando vueltas en círculo porque la pregunta del comienzo no ha sido respondida: ¿Hay buenos y malos libros?
No sé si sería correcto calificar un objeto como bueno o malo porque como hemos dicho todo depende del cristal con que se mire. Sin embargo afinando la puntería, ¿podríamos hablar de buenos y malos escritores? En todo caso, ¿cómo distinguirlos?

“Un buen escritor puede escribir sobre cualquier cosa (…) y un mal escritor no tiene esa capacidad”, dijo alguna vez Almudena Grandes.

Han dejado de existir las hogueras, por suerte, porque si así no fuera muchos editores querrían hacerme arder en una pira porque, queridos míos: Hay una serie de escritores que no saben escribir, un motón diría yo, y un montón que amenaza en convertirse en avalancha. Los libros se han mercantilizado de tal forma que todo lo que esté escrito y encerrado entre dos tapas se considera un libro. A buen entendedor pocas palabras, por eso reitero: hay un conjunto de escritores que saben vender pero no necesariamente escribir. Son escritores que creen que encadenar palabras es todo lo que una historia necesita. Son escritores que no son escritores y que hacen de la escritura su medio de vida como yo podría hacerlo trabajando de “personal trainer”. ¿Hace falta que cite ejemplos? No quisiera herir susceptibilidades y les dejo a ustedes la ardua tarea de catalogarlos.

Esa raza de escritores a los que me refiero olvidan dos cuestiones fundamentales: la primera es que todos podemos convertirnos en contadores de historias y la segunda es que, aunque nacemos contadores de historias, no nacemos sabiendo contarlas.
Imagínense una tribu alrededor del fuego. Siempre hay uno que se destaca contando historias. Ese es el buen escritor. Un escritor es un hábil contador de historias.
Pero claro también puede desaprovechar las oportunidades. Imagínense que ese contador junto a la fogata se empeña en relatar sucesos y aventuras que no interesan al resto. Utiliza recursos que suenan ambiguos y casi incomprensibles para el resto, se regodea en las bellas palabras (si son difíciles mejor), en las frases plagadas de axiomas filosóficos y apela a metáforas para las cuales hay que estudiar al menos tres años de Letras para entenderlas, las analogías que aplica son interesantes pero no están a la altura del auditorio. La noche sigue rodando y al ardor del fuego los miembros de la tribu, calentitos eso sí, pero muertos de aburrimiento comienzan a cabecear y uno a uno se van quedando dormidos.
Ese narrador tendría dos opciones: la primera sería irse, indignadísimo, porque los miembros de su tribu son una bandada de burros que solo quieren oír historias de mamuts y tigres y no les interesa, por ejemplo, a qué distancia están las estrellas del suelo o que hay más allá del arco iris. Ese narrador los considerará una caterva de infradotados que solo disfrutan con las historias en las que hay sexo y crímenes o violencia y guerras, esos narradores seguirán escribiendo para una elite.
Esos son los escritores que han olvidado que además de contar historias hay que saber contarlas, hacerlas amenas aunque no sean historias de sexo, droga y rock and roll. Estos escritores son apreciados por los críticos (a veces por puro esnobismo) y aclamados por las altas esferas académicas pero lamentablemente son autores que el común de los lectores deja de leer después de la primera página. Y no es que sean malos escritores, simplemente se han olvidado que “contar” es un arte y la filosofía, la sociología, la psiquiatría deberían desarrollarse en otros géneros, el ensayo por ejemplo. Sin embargo, como hay lectores para todo, y quizás seas uno de ellos, quiero aclarar que refiriéndome a este tipo de escritores, no digo que sean malos escribiendo sino malos contadores de historias, que de eso va este artículo por si no había quedado claro.

Bien, dentro de esos escritores con poca fama de contadores pero muchas de profesores, encontramos algunos Premios Nobeles como Elias Canetti, debo confesar que de su novela “Auto de Fe” no pude pasar de las diez primeras páginas. Entre los libros que pocos han vencido está el “Ulises” de James Joyce, considerada por gran parte de la crítica la mejor novela en idioma inglés del siglo XX. “Ser americanos” de Gertrude Stein es también uno de esos libros que experimentan con la forma de narrar, libros que proponen una estética especial, libros que profundizan en temas por demás interesantes como la política, la ciencia, la psicología y hasta la filosofía pero que no cuentan historias aunque esa sea la excusa. Excelentes propuestas para elevar nuestros conocimientos pero no los recomiendo si de disfrutar se trata.

Como contrapartida, hay otros escritores, aquellos que comprenden las reglas de juego de las ventas y se pliegan a lo que el público les pide y priorizan un récord de ventas (bestseller), ante cualquier cosa, incluso la buena escritura.
Eso es exactamente lo que hacen muchos escritores de hoy en día que defienden aquello de la novela comercial frente a la literaria y además cuentan con la inestimable ayuda de los editores. Los editores no utilizan métodos académicos para editar un libro: los editores solo están interesados en vender, ergo: no todo lo que brilla detrás de las vidrieras de una librería es oro. La mayor cantidad de libros que encontramos son lucrativos, incluso aquellos que han sido galardonados con un premio. Porque señores: los premios los otorgan las editoriales y las editoriales (ya lo hemos dicho) quieren vender. Y volvemos a lo del brillo y el oro y lo que puebla las librerías, que aunque brille y cotice no termina de encajar en el canon de la buena literatura. Sin embargo no todo está perdido porque esta raza de escritores, lejos de lo mediocre y sensiblemente cerca del lector, no sacrifican el arte de escribir en pos de lo comercial, no venden su alma al diablo. Hay escritores que apuntan a las masas que prefieren el Coliseo Romano antes que la Biblioteca de Alejandría pero no son mercachifles. Son una raza de contadores que han aprendido a escribir, que saben que el arte de contar no se limita a enlazar palabras porque sí, saben que investigar y sustentar sus historias les otorga la credibilidad de un público que constante y atento a estas cualidades sabrá apreciarlos primero, seguirlos después y no abandonarlos por el resto de sus vidas lectoras. Son esa raza de escritores que saben qué decir y han logrado aprender cómo decirlo, de manera que el fondo y la forma van de la mano y entonces el libro es bueno o mejor dicho es de un buen autor.

Enumerarlos sería armar una lista de nunca acabar pero para muestra basta un botón, o algunos botones. Almudena Grandes, Javier Marías, Rosa Montero y si salimos de España Eduardo Sacheri es un buen representante de nuestras latitudes junto con Samanta Schwebling por citar solo dos.
Para redondear, restaría decir que hay una tercera clase de escritores: los que sin caer en la indecencia o la incoherencia de sus historias, las cuentan de manera simple: priorizan el “qué se cuenta” antes del “cómo se cuenta”. Son un conjunto de autores que sin ser mediocres también están puestos al servicio del comercio de libros. ¿Cómo lo logran? Inventan argumentos y escenarios convincentes y originales, al menos para un público determinado y se encargan de cambiar los contextos aunque la mayoría de sus novelas terminan siendo unas igual a otras. Podríamos hacer una extensa lista aunque baste citar a J.K. Rowling y Dan Brown. Antes de J.K. Rowling, a nadie se le ocurrió pensar en una escuela de magos y que además fuera atractiva para el público infantil. Antes de Dan Brown, quién pensó en los artefactos, estatuas, edificios y manuscritos cristianos que pudieran otorgarnos pistas sobre un secreto importante que el Vaticano estaba ocultando. Ambas son ideas geniales, historias magníficas pero imperfectamente realizadas, con baches en sus tramas con personajes que no evolucionan como Robert Langdon , el profesor de “El Código Da Vinci” y sus aventuras calcadas hasta el infinito.

Ni buenos ni malos. Ya lo sé, eso no responde a la pregunta y pareciera que me estoy yendo por la tangente. No es así. Lo que sucede es que estamos atados a nuestra subjetividad, a nuestros prejuicios, a nuestras competencias, a nuestros gustos y necesidades, aunque no lo queramos o no nos demos cuenta. Todo criterio, toda conclusión, toda lectura están limitados por esa perspectiva de lo que somos, en la que vivimos, con la que observamos y pensamos.
Por eso la próxima vez que abras un libro no lo juzgues, no lo catalogues, no lo repruebes, tampoco lo endioses ni veneres, simplemente disfrútalo de acuerdo al color del cristal bajo el cual hayas elegido leerlo.



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