Será lo que siempre ha sido

Si pensamos en la literatura como una enorme red tejida con tradiciones, matizada con prácticas y combinada con el aporte constante de los escritores que hicieron de la palabra su forma de expresión. Si podemos imaginar esa enorme red como un manto que nos protege, nos recubre y en ciertos aspectos también nos condiciona. Si nos es dado concebir la literatura universal como esa enorme Biblioteca de Babel imaginada por Borges quien especula con un universo literario compuesto por todos los libros posibles, esa Biblioteca preexiste al hombre y lo trasciende. Si podemos entender que el proceso de escritura no nace de generación espontánea, sino que al escribir somos lo que otros han escrito y si por fin priorizamos el proceso de lectura al de escritura, comprenderemos mejor que somos lo que hemos leído y solo se aprende a escribir luego de aprender a leer, a leer con discernimiento.

Y es que la lectura se traslada a la creación de textos de manera natural y las influencias de los textos leídos aparecen en los textos escritos de muchas formas, las más diversas.
Un escritor se ve asaltado de mil maneras por esas influencias. ¿Cómo reconocerlas? ¿Cómo separar las buenas de las malas? Generalmente se cree que los grandes escritores se han visto influenciados por las grandes obras porque se supone que un escritor debe saber separar la paja del trigo y leer solo buenos libros, buenos autores. Nada más lejos de la realidad, los escritores leen autores conspicuos y autores anodinos porque antes que nada son buenos lectores y un buen lector se forma no solo desde lo genial sino incluso desde lo mediocre. Pero, ¿lo mediocre también influye?

La personalidad de un escritor es cosa difícil de determinar y yo creo que como además de escritor es un ser humano y como un ser humano se forja en base a aciertos y errores, ese escritor no puede sino actuar, como todos lo hacemos, desde lo consciente pero muchas veces también desde lo inconsciente. Y por ende tanto las malas como las buenas lecturas conviven en ambos planos, es difícil determinar cuándo una saldrá a la luz o cuándo la otra la eclipsará.

«Todos los escritores, sin excepción, encuentran su personalidad literaria gracias a un intercambio constante, y todos, sin excepción, reciben influencias que los estimulan y los enriquecen». Así se expresó Mo Yan en su discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura en 2012.
Y es que el influjo de unos textos sobre otros, de unos escritores sobre otros, es constante y no puede desconocerse. “Soy lo que he leído”, y ahora cito a Jorge Luis Borges para explicar que este reconocerse en la lectura no se vincula con un yo modélico de ser humano sino con el “yo escritor” y para tornarlo más comprensible, podríamos parafrasearlo diciendo “Soy el escritor que escribe porque antes fui el lector que ha leído”. Así por ejemplo, Vargas Llosa reconoce la influencia que ejercieron sobre él Juan Carlos Onetti, William Faulkner y Jorge Luis Borges. El primero de forma consciente y el otro inconsciente, agrega el escritor peruano quien además lo confirma cuando asevera que los escritores «no son una isla» y que «todas las obras literarias nacen en un contexto» al que ningún escritor puede permanecer ajeno. «Todos los escritores, sin excepción, encuentran su personalidad literaria gracias a un intercambio constante, y todos, sin excepción, reciben influencias que los estimulan y los enriquecen». Vargas Llosa nos ayuda a reconocer en Onetti la influencia de Faulkner, y digo nos ayuda porque generalmente los propios escritores son incapaces de acertar con esos autores que han contribuido en su carrera literaria. Claro que pueden darnos una larga lista de sus preferencias de lectura y si somos un poco suspicaces y analíticos sacaremos algo en limpio.

La voz del que escribe es su carta de presentación ante el lector. Y si de voces hablamos no podemos dejar de reconocer en la voz de Julio Cortázar, algo inconfundible, único y como tal insuperable. Jugó con el tiempo y con las fronteras entre fantasía y realidad para construir un corpus literario imaginativo y a mi entender insuperable. Y Cortázar como todo escritor también se nutría de grandes personajes que inspiraron sus obras. Lector voraz, Cortázar siguió la trayectoria y devoró las obras literarias de diversos autores, entre ellos: el poeta inglés John Keats quien marcó sus primeras producciones ya que, como sabemos, el argentino se inició con la poesía. Y la poesía nunca estuvo ausente de su corpus narrativo, por eso algunos de sus cuentos son esa caricia al alma que solo un poema puede brindar. Y además de acariciarnos el alma, el inmortal Cronopio supo hacer del cuento una verdadera obra de relojería y eso quizás se lo deba a autores como Edgar Allan Poe y Jorge Luis Borges, cada uno en su época verdaderos arquitectos del género cuento.

Por su parte, Gabriel García Márquez comenzó a leer la obra de Ernest Hemingway, James Joyce, Virginia Woolf y, más importante, de William Faulkner (una vez más el grandioso Faulkner, sin él la literatura de América toda, no sería la misma), de quien recibe una clara influencia reconocida por él mismo cuando en su discurso de recepción del premio Nobel menciona: «mi maestro William Faulkner». La ambigüedad deliberada y una acuarela de la soledad desdibujada en la mediocridad del destino son una de las claras influencias heredadas del autor de “El sonido y la furia”. El estilo predominante de sus obras se inscribe bajo el concepto de realismo mágico que no es sino lo que Alejo Carpentier describe y llama: “real maravilloso” y Carpentier por ende ha sido una influencia más sobre García Márquez.

Dotado de un apreciable escepticismo, el estadounidense Raymond Carver, por sobre todo uno de los mejores cuentistas del siglo pasado, se nos ha dado a conocer mediante una técnica escueta y directa, carente de adornos estilísticos que muchos califican de minimalista. Carver dibuja una extensa gama de personajes anónimos, cualquiera podría ser uno de nosotros. Perdedores en una sociedad que parece haberse olvidado de ellos: desempleados, alcohólicos, divorciados, seres solitarios que van hacia la deriva y que no tienen otra cosa que hacer sino mirar la televisión. Básicamente, los personajes de Carver son individuos anclados en una realidad de la que no pueden escapar y conscientes de sus propias limitaciones evitan mirar su interior y comprobar que no son más que sombras cargadas de desesperanza. En sus historias encontramos el manifiesto pesimismo de Henry Miller que también nos describe a una sociedad que hace aguas una y otra vez. Los cuentos de Carver son largos, agotadores como la vida misma de sus protagonistas y están plagados de mensajes silenciosos, como si fueran tímidos pedidos de auxilio, nunca dice nada de forma directa, deja entrever las ideas, los sentimientos, el conflicto no se hace evidente sino por medio del difícil arte de sugerir y en eso se parece a Hemingway con su teoría de la omisión o más conocida como “teoría del iceberg”. No es de fácil lectura pero una vez que uno se familiariza con su estilo, esos mensajes son de una transparencia cristalina. No podemos dejar de mencionar a Chejov al hablar de Carver, pues, no en vano, él mismo lo menciona como su maestro y, por tanto, su mayor foco de influencia. Su cuento “Tres rosas amarillas”, es una reconstrucción ficticia de los últimos momentos del escritor ruso y un emotivo homenaje.

“Yo creo que he tenido muchísimas influencias como todo el mundo y para un escritor a veces es más difícil rastrear las influencias propias, se ve mejor desde afuera. Pero sí puedo hablar de una serie de libros que fueron capitales para mí”. Estas palabras pertenecen a Almudena Grandes, una de las mejores escritoras españolas vivas. Quizás podamos rastrear en sus obras algo de ese asombro, de ese impacto o de la huella que sus lecturas dejaron en sus novelas. “Tormento” fue la novela de Benito Pérez Galdós que descubrió en su adolescencia. “… me deslumbró mucho, me di cuenta de lo difícil que era el país en el que yo vivía. Porque para una niña del franquismo la historia de un cura que persigue a una huérfana y la hunde, era como de ciencia ficción. ¿Cómo es posible que aquí haya pasado algo así? ¿Qué clase de vida había en este país para que un escritor haya podido contar esto?” afirma la autora.
“Episodios de una guerra interminable
”,la saga de historias de Almudena Grandes sobre la Guerra Civil española es un homenaje los “Episodios Nacionales” de Benito Pérez Galdós, el precursor de los libros que mezclan historia y ficción. Entre las lecturas que también la marcaron a fuego, la escritora española nombra a Ana María Matute y no deja de mencionar cada vez que se lo preguntan a Daniel Defoe y su “Robinson Crusoe” y la “Odisea” de Homero, aunque personalmente no encuentro más que el placer de la lectura en estos dos últimos autores y casi ningún rasgo particular de estos que pueda rastrearse en sus novelas.
También podemos nombrar a Laura Restrepo, la escritora, política y periodista colombiana quien afirmó que Truman Capote y su célebre novela «A sangre fría» ha sido una referencia fundamental para su trabajo periodístico y literario: «Leí ese libro y lo he tenido presente toda la vida. Me parece que es un punto de referencia fundamental para toda una serie de escritores latinoamericanos», aseguró.

Las influencias de un autor en otro son múltiples, por ejemplo, Baudelaire sobre Edgar Allan Poe, el mismo Poe sobre Cortázar o sobre Abelardo Castillo, el mismo Abelardo sobre Liliana Hecker. “La voluntad” de Azorín, considerada como una de las novelas fundacionales de la novela contemporánea española, puede leerse como una clara recepción de las ideas de Nietzsche, en concreto la del «eterno retorno». También son muchas las influencias de una obra en otra: “Madame Bovary” sobre “La Regenta” o las novelas de caballería sobre el propio Cervantes.

El escritor «…es una criatura voraz y vandálica que entra a saco en lo que halla a su alcance, se apodera de cuanto le interesa, manipula, digiere e integra cualquier clase de materiales en la armadura o ensamblaje de su propia creación. Todo, absolutamente todo, influye en él: un libro meditado o leído por casualidad, un recorte de periódico, un anuncio callejero, una frase captada en un café, una anécdota familiar, la contemplación de un rostro, grabado o fotografía» dice Juan Goytisolo, escritor español (“La resaca”, “La isla”, “Juan sin tierra”, etc.).
En fin, que una obra escrita no aparece por generación espontánea, tampoco es un documento biográfico o un panfleto doctrinario, no es un documento histórico aunque a veces se convierta en eso, no es un modo de catarsis del autor aunque a veces sirva como catalizador de sentimientos. Una obra escrita es en definitiva una configuración estética que sin lugar a dudas es la suma total de las influencias exteriores que ha recibido.

Parafraseando a Borges podríamos afirmar que quizás cada lectura se compone de un número infinito de páginas. Y si lo citamos textualmente coincidiríamos en que: “Ninguna es la primera; ninguna, la última. Y que la biblioteca que los contiene es ilimitada y periódica. Si un eterno viajero la atravesara en cualquier dirección, comprobaría al cabo de los siglos que los mismos volúmenes se repiten en el mismo desorden.”

Porque nada es nuevo bajo el sol de las palabras escritas, nada es nuevo entre las páginas de un libro que no es sino el producto de la clara influencia de lo que ha sido y la evidente anticipación de lo que será.





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