«Uno puede morir incluso a los 18 años. Sólo entonces se consigue la perfección. A mi parecer, vivir sin hacer nada, envejecer lentamente, es una agonía, es desgarrarse el propio cuerpo. Todo esto me ha llevado a pensar que, como artista que soy, debo tomar una decisión».
Así se expresaba Yukio Mishima en su última entrevista.
Sentir el desgarro del propio cuerpo, un desgarro lento y deshonroso, fagocitado por la indignación y por la impotencia de ver a su país mancillado de acuerdo a los preceptos ancestrales de sus antepasados, era algo que lo desesperaba. Por eso Mishima decidió desgarrar su cuerpo de una sola y única vez mediante el ritual conocido como Harakiri.
«Me hallo al borde del momento de mi vida en que todas las patas de la mesa han desaparecido», «Estoy agotado». Anticipaba en la misma entrevista como un anuncio de lo porvenir. Y así fue.
Un 25 de Noviembre de hace 50 años, Yukio Mishima, uno de los escritores más importante del Japón, subía a la terraza del cuartel tokiota de las Fuerzas de Autodefensa y frente a los soldados y medios de comunicación profería un discurso en que exaltaba la figura del Emperador Hirohito y pedía por un regreso a las bases morales del país que el capitalismo estaba destruyendo. Proponía un golpe de estado, las bases morales que lo alentaban nos obligan a pensar en la posibilidad de que esa fuera para él, quizás, la única forma de revertir un futuro que para la mayoría era evidente. Para Mishima era evidente que el Japón iba cuesta abajo vendiendo por dinero sus costumbres, comerciando sus tradiciones, perdiéndolas en el camino y para siempre. Podemos o no estar de acuerdo con esa forma de pensar lo que no podemos es mirar para otro lado cuando se habla de alguien que ha luchado hasta las últimas consecuencias por un ideal. Aun a costa de su propia vida.
Ese mismo 25 de Noviembre tras su arenga a los militares a alzarse en armas, solo encontró burlas y rechazo. Así que llevó a cabo una decisión que había tomado dos años atrás, la de cometer seppuku (harakiri), un suicidio ritual que era la forma más honrosa de morir cuando se había fallado en la misión más importante de la vida. Mishima se clavó una daga y cortó de manera lateral por debajo de su ombligo, generando una muerte muy dolorosa, ya que sucede por desentrañamiento y no se toca ni un órgano vital. Era la primera vez, desde el fin de la Segunda Guerra, que alguien se suicidaba por ese método en las islas del Japón.
Un final casi de novela si no fuera porque la realidad le suma el alto grado trágico de morir por un ideal, algo casi incomprensible en pleno siglo XIX. Pero ¿por qué Mishima actúa así? Más allá de sus ideales políticos, de su mirada hacia un pasado donde la figura imperial otorgaba seguridad y dignidad, más allá de ser valederos o no esos principios, entendamos porque Mishima actuó como lo hizo. ¿Quién fue Mishima?
Hiraoka Kimitake, el futuro Mishima (se rebautizaría como tal en la adolescencia), fue el primogénito del secretario de Pesca nipón, descendía por línea paterna del clan guerrero Tokugawa, que había regido Japón durante casi tres siglos, de 1600 a 1868. El pequeño fue criado por la matriarca de esta familia noble, su abuela.
Tan refinada como agresiva, víctima de brotes psicóticos, su abuela Natsuko le enseñó a reprimir las emociones, a ser disciplinado y a sentir respeto absoluto por el pasado samurái como fruto de una nostalgia ya en ese entonces obsoleta. Le impedía jugar con otros niños varones, hacer deporte o salir al sol. Así empezaron a fundirse y confundirse en Mishima los conceptos del honor y la muerte, además de gestarse en él la inclinación homosexual.
Tampoco recibió un afecto más equilibrado al regresar a casa de sus padres con doce años. Aunque su madre leía cada noche con orgullo los relatos que comenzó a escribir en esa época, su padre, simpatizante del nazismo, rompía los manuscritos cada vez que se los encontraba. Quería para su hijo un destino parecido al suyo, no literario. De ahí que lo enviara a formarse a centros de la élite imperial como la Escuela Superior Gakushuin, donde estudiaba el príncipe heredero Akihito, o la Universidad de Tokio, en la que el joven se graduó como abogado.
Mishima, sin embargo, no tardó en abandonar este camino impuesto. Continuó escribiendo a escondidas, de la medianoche al amanecer (costumbre que mantuvo toda la vida) y dejó el puesto en el Ministerio de Finanzas que su padre le había conseguido. Los años confirmarían que había acertado en su decisión y empeño por una vida dedicada a las letras como medio de comunicación de sus ideales.
“Hasta la idea de mi propia muerte me hacía estremecer con un placer desconocido. Tenía la sensación de poseer todo. No era nada extraño porque es justamente mientras estamos engolfados en los preparativos cuando nos hallamos en completa posesión de nuestro viaje hasta el último detalle. Después, sólo nos queda un proceso, el proceso de perder nuestra posesión. Esto es lo que hace absolutamente inútil eso que llamamos ‘viaje’”. Así se expresaba en su libro Confesiones de una máscara.
Ese primer libro que publicó, aún adolescente, agotó la edición en unos días y encierra entre sus páginas el casi premonitorio final. Confesiones de una máscara se convirtió en un bestseller, y le permitió dedicarse en exclusiva a las letras. En adelante, siempre exitoso, produciría casi un centenar de volúmenes, entre narrativa larga y breve, ensayos y teatro. Se convirtió en un autor admirado por sus pares. El escritor Kawabata Yasunari comentó: “No comprendo cómo me han dado a mí el premio Nobel (1968) existiendo Mishima. Un genio literario como el suyo lo produce la humanidad solo cada dos o tres siglos. Tiene un don casi milagroso para las palabras”.
La explicación que no le llegaba a Kawabata podemos entenderla hoy a la luz de los años y de tantos Premios Nobeles no entregados. Sus ideas, muchas violentas, lo privaron de ese galardón, para el que fue propuesto hasta tres veces pese a su juventud. El mundo lo admiraba, pero no lo comprendía, y viceversa. Entonces pasó a la acción. Sumó el cine a sus medios de expresión para aumentar la audiencia de sus convicciones militaristas. Se casó por ser lo que correspondía, pensaba, a su edad, aunque tuviera aventuras con hombres. Y su obra no solo sedujo a sus compatriotas. Occidente también cayó rendido ante su prosa austera, que hablaba, con ecos autobiográficos y una intensa contención, de temas tabú como la homosexualidad, la atracción por la muerte, la añoranza de un Japón guerrero o la humillación del mercantilismo posbélico.
Fascista, extremista, frío y calculador, Mishima era por sobre todas las cosas un soldado defraudado, un samurái abandonado (guerrero que faba su vida por el Señor feudal) cuando Hirohito se declaró un simple ser humano y entregó su estado de divinidad tras la capitulación japonesa en la Segunda Guerra donde se permitió el avance occidental sobre la cultura. Mishima entonces se convirtió en el guerrero sin dueño que al ver que no podía recuperar a su emperador decidió reivindicarlo por medio de las letras y cuando esto no fue suficiente, eligió la partida más honorable para un samurái: el harakiri.
Mishima fue novelista, dramaturgo, ensayista-crítico, artista marcial (karate, kendo e iaido), actor, cantante, comentarista político, activista, un hombre de familia y a la vez un hábil observador de fantasías y relaciones homosexuales. Mishima fue un excéntrico, un perro suelto que deambula por la literatura royendo como huesos los temas eternos que lo desvelaban y que desde sus propios términos de lógica lo llevaron a la muerte. Algunos dicen que fue violento, un fanático, un loco. Lo cierto es que su vida misma fue un torbellino enloquecedor para cualquiera, que vivió escindido entre dos mundos: el pasado y el presente. “El pasado no solo nos retrotrae al pasado. Hay ciertos recuerdos del pasado que tienen fuertes resortes de acero y, cuando los que vivimos en el presente los tocamos, de repente se tensan y luego nos impulsan hacia el futuro”. Un artista en busca de absolutos, afligido por la pérdida de un pasado glorioso que ve en la democracia y el modelo socioeconómico occidental que Japón abraza, una derrota degradante que no es capaz de soportar. Mishima no soporta lo inevitable y por eso decide marcharse, acabar con su vida.
El mensaje de Mishima ha sido muy claro. No estaba interesado en hacer una revolución al tomar la base militar, no estaba interesado en un verdadero golpe de estado sino en un golpe de efecto. Antes de morir se quitó la máscara de esos mil personajes a través de los cuales hasta entonces había hablado, y fue Mishima, y gritó a los soldados que podían considerarse a sí mismos hombres y no entregar sus destinos por comodidad, por ambición, por desidia.
Ambicionaba con transformarse en el signo de su tiempo. Su suicidio fue un llamado de atención frente al desequilibrio de la sociedad moderna. Fue un grito que intentó grabar a fuego en los corazones su mensaje de precariedad: nada dura. Y nada es para siempre. Las sociedades fueron lo que fueron, son lo que son y serán sin duda algo distinto. Serán lo que hoy moldeamos con nuestro presente. La precariedad del presente sigue siendo ese grito que después de 50 años Mishima sigue gritando.
Quien quiera oír que oiga.
- Confesiones de una mascara – Yukio Mishima