Los lectores somos una especie aparte, casi un subgénero (para usar un término literario) del ser humano. Gracias a esas manías que cada uno adoptó a lo largo de años y años de lectura, están los dogmáticos que consideran cuando menos un sacrilegio doblar las páginas de un libro y en contraposición están justamente los sacrílegos que no dudan a la hora de curvar el vértice superior derecho de la página que acabamos de leer. Entre estos últimos impíos me incluyo y lo digo sin vergüenza alguna. Porque además cometo otros pecados capitales como son subrayar las frases que me emocionan o me llaman la atención y hasta escribir en los márgenes echando mano de los signos de exclamación, los de interrogación e incluso alguna carita sonriente o triste de acuerdo al pasaje y mi estado de ánimo.
Para los dogmáticos eso sería imperdonable y cuando menos arderé en el infierno de los lectores si es que también hay un infierno que nos pertenece en exclusividad. Claro que por más que combar el vértice de una página no me mueva un músculo ni sea razón para correr al confesionario, también soy adicta a los marcapáginas. Los tengo de cartulina con bellos motivos, de tela con exquisitos formatos y hasta de metal y de madera terciada. Un lector que se precie de tal, por más curvador de páginas que sea, debe poseer en su haber una pequeña colección de marcapáginas.
Para los adictos a este tipo de marcadores les tengo una noticia: no somos descubridores de ningún adelanto técnico: los marcapáginas existen desde que el libro existe y porque la lectura, por las razones que sean, debe abandonarse en un determinado momento.
Massimo Gatta en su libro La Breve historia del marcapáginas nos acerca algunos datos que corroboran que los lectores somos un subgénero del género humano.
Haciendo historia, Gatta nos describe un objeto de cuero adornado con pergamino, aparecido allá por el siglo VI en un monasterio egipcio, que bien podría servir para señalar el punto de lectura. Y conforme avanza en la historia menciona los distintos marcadores: cintas de seda cosidas a la parte alta del lomo para encontrar la página con rapidez; un dedo impidiendo que se cierre el libro (cuando se trataba de una pausa en la lectura); tiras de tela, gotas de cera seca; facturas, recortes de periódico, piezas de cuero, pergamino, plata, madera o marfil; marcapáginas primorosamente ilustrados, pequeñas obras de arte, piezas de coleccionista y preciados elementos publicitarios, etc., etc., que muestran todo un mundo de diseño e ideas que hacen de este pequeño accesorio un elemento capaz de aunar arte, originalidad y sentido práctico.
Como les digo, para un lector que se precie de tal coleccionar marcapáginas no es un invento del siglo XXI: es una necesidad. Y si de exquisiteces se trata, quién no ha dejado secar una flor entre las páginas de un libro de poesía romántica, por ejemplo.
Bien esto tampoco es una innovación. Gabriele D’Annunzio príncipe de Montenevoso y duque de Gallese, fue un novelista, poeta, dramaturgo, periodista, militar y político italiano, y tenía la costumbre de dejar secar entre las páginas de los libros que más leía y que más apreciaba, una serie de marcapáginas vegetales como flores y hojas. Una delicadeza que habla del alma de los que amamos leer. El marcapáginas es además una forma de leer nuestro pasado, sí. Quizás te ha pasado alguna vez encontrar en tu biblioteca un libro con un marcapáginas mostrando el punto donde dejamos un libro imposible de terminar; lo último que leímos; aquella frase que nos impactó. Es un excelente ejercicio preguntarte, ¿por qué ese libro ha quedado marcado allí? y descubrirnos como el lector que fuimos. En mi caso me deslumbra también descubrir con sorpresa, la cantidad de libros plagados de notas al margen, de papeles o de notas adhesiva que dejan huella de lo que un momento concreto me llamó la atención. Sí, sí, sacerdotes del libro, iré al infierno del lector, no me cabe duda.
Siguiendo con la historia de los marcapáginas, en la Edad Media los primeros libros impresos eran bastante raros y valiosos, por lo que se tenía la conciencia de que era necesario algo para marcar sus páginas sin el peligro de causarles daño. Desde el siglo XV se utilizan ya en muchos monasterios para salvaguarda los incunables. Fabricados con pergamino, con cuero o pellejos de animales, se utilizaban de distintas formas, desde una simple hebra o una pinza a un sofisticado marcador circular que además de señalar la página indicaba la columna y la línea. Una de las primeras referencias históricas al uso de marcapáginas fue en 1584, cuando el impresor de la reina Isabel I, Christopher Barker, en gratitud por el privilegio de impresión que le había concedido, le regaló a la reina una Biblia con un marcapáginas de seda terminado en una borla de flecos dorada.
Aún los sacrílegos como yo, sabemos que independientemente de los materiales con que se fabriquen o de la forma que tengan, los marcapáginas siempre serán un elemento fundamental para cualquier lector. Si no tienes uno a mano y eres de los santos devotos de la integridad del libro puedes echar mano de lo que tengas al alcance y dado que el boleto de colectivo ya no existe bien puede servirnos un ticket de compra del supermercado, una brizna de césped si estamos en una plaza, una entrada de teatro o de cine, y tantos etcétera como la situación lo amerite. Por favor, resistí la tentación de marcarlo con un trozo de sándwich o un alfajor, ni siquiera una hereje como yo te lo perdonaría.
Profesora de escritura creativa y coordinadora de talleres literarios, editora y correctora literaria, reseñadora y crítica literaria.
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