Una amistad delicadamente cincelada, cuidada como se cuida una obra de arte, es la cima del universo. José Ortega y Gasset
Y ya que la literatura se encarga de generar obras de arte, me pareció más que acertada la frase del filósofo y ensayista español. Y sobre todo porque me dispongo a hablar de la amistad en las letras.
La amistad es la relación de afecto más significativa que podemos llegar a tener en la vida. Es un vínculo estrecho que formamos con otra persona, a la cual elegimos por convicción propia. Cuantas veces se habrá dicho y escuchado la frase: Los amigos son esa familia que elegimos para recorrer el camino de la vida. Y es tan cierto como que a veces un amigo llega a ser más entrañable que un hermano o un primo y no voy a extenderme demasiado en los valores que una amistad representa porque son artos conocidos y aburriría con las obviedades. Voy a entrar de lleno en las amistades que convocan este artículo: los amigos literarios.
No elegimos a los otros al azar. Nos encontramos con aquellos que existen ya en nuestro inconsciente, dijo Sigmund Freud.
Y quizás un amigo es esa parte del inconsciente que materializada nos hace conscientes de lo que somos, de quienes somos. Un amigo es un otro yo no consanguíneo que refuerza nuestra identidad y además la enriquece cuestionando los supuestos saberes y certezas. El verdadero amigo siempre nos dice la verdad y no teme criticarnos. La amistad se basa en la sinceridad, de qué otra manera podría sino una relación funcionar.
Quizás por eso Gabriel García Márquez y Álvaro Mutis mantuvieron una profunda amistad. Desde el comienzo sentaron las bases de esa relación, mediante un pacto de silencio, en el que evitarían los elogios mutuos. A falta de elogios siempre buscaban la forma de criticarse, en ocasiones con humor e ironía. Y como amigos son los amigos, a pesar de ello, se llamaban con frecuencia y mantenían largas charlas que confirmaban que su amistad seguía sólida.
Los discípulos son la mejor biografía de los maestros, dijo alguna vez Domingo Faustino Sarmiento.
Y cuanto puede aprenderse de aquellos que supieron rodearse de buenos mentores, la trayectoria de los discípulos nos habla de su formación literaria y también de quienes los precedieron.
Podría pensarse que el maestro se instala en un pedestal y el discípulo escucha, comprende, aprende, se instala en un escalón inferior y acepta ciegamente. Sin embargo, es factible que entre maestro y discípulo se establezca un vínculo más estrecho que enriquezca la relación, estoy hablando de la amistad. ¿Que no es posible? No seamos tan estrictos y bajemos del pedestal a unos y permitamos a los otros poner el pie en el escalón que sigue. Algo así sucedió con Charles Dickens y Wilkie Collins. Lo que unió al autor de Grandes esperanzas con el de La piedra Lunar no fue la literatura sino el teatro. A pesar de una diferencia de 12 años, lograron beneficiarse mutuamente y el rol de maestro y discípulo fue en este caso rotativo. Wilkie consiguió que Charles viviera de una manera más liberal y alejada de sus congéneres más conservadores, y Dickens, que para cuando se encontraron ya era un escritor de renombre, impulsó la carrera de su amigo, llegando incluso a publicar partes de su obra en su propio periódico.
Si muchos de nosotros diéramos más valor a la comida, la alegría y las canciones que al oro atesorado, éste sería un mundo más feliz.
Eso afirma Bilbo el personaje de El Hobbit, el libro de J.R.R. Tolkien.
Y quién puede contradecirlo cuando es evidente que a partir de las pequeñas cosas se gestan las más enormes como la amistad. Y a las pruebas me remito con este binomio.
La amistad nace en el momento en que una persona le dice a otra: ¿Cómo? ¿Tú también? Creí que era el único.
Y probablemente C.S. Lewis debe haber mencionado esta frase más de una vez en sus innumerables encuentros con Tolkien, charlas quizás anodinas que decantaron en una amistad inquebrantable. Ambos ejercían la docencia en Oxford que fue donde se conocieron y coincidían en muchas cosas: su participación en la Primera Guerra Mundial, la religión y por supuesto las letras.
Un poco de magia te puede llevar muy lejos.
Esta frase de Roald Dahl calza a medida para aquellos que han llegado lejos en compañía.
Quién pone en duda que la infancia es ese reino mágico donde nacen las amistades eternas. Si no seguimos viéndonos con alguna amistad de esa época sin duda será inevitable recordarlos. Jugar juntos en la vereda, cambiar figuritas, soñar con ser grandes y echar a volar. La amistad blinda nuestros corazones para siempre ante la indiferencia, nos moldea como seres sociables y nos prepara para cualquier otra relación a futuro.
Harper Lee y Truman Capote se conocieron a los cinco años de edad y fueron amigos durante muchísimo tiempo. Escribieron juntos cuando pequeños, se protegieron mutuamente de los acosadores, luego ambas familias se mudaron y los pequeños dejaron de verse. Sin embargo, la vida volvería a unirlos y ya adultos volvieron a ser vecinos cuando ambos se mudaron a Nueva York, allí Harper Lee tuvo un papel fundamental en la investigación que documentaría la novela A sangre fría, una de las más aclamadas de Capote. A pesar de que ambos se influyeron hasta el punto de aparecer como personajes en las novelas del otro, la relación terminó rompiéndose por una larga serie de diferencias que no pudieron resolver, muchos hablan de celos profesionales, y Truman Capote llegó a comentar que Matar un ruiseñor es una alegoría de esta parte de sus vidas.
No nos une el amor sino el espanto, es la frase final del poema Buenos Aires de Jorge Luis Borges.
Y viene como anillo al dedo para referirme a la extraña relación entre Virginia Woolf y Katherine Mansfield que provenían de ambientes muy disímiles.
Woolf se había criado en la Inglaterra más intelectual, Mansfield en un ambiente rural en la lejana Australia. Su modo de vida tampoco coincidía: Mansfield escogió una vida bohemia, Woolf era más reservada y prefería los círculos intelectuales donde podía manejarse con soltura. Ya desde su primer encuentro no se profesaron ningún tipo de simpatía sin embargo, con el tiempo, la pasión por las letras las ayudó a limar asperezas y la escritura terminó por unirlas. El intercambio epistolar que mantuvieron acortó distancias no solo físicas sino emocionales. Las cartas eran una excusa para confesarse sus experiencias como escritoras y no perdían la oportunidad de retarse mutuamente, alguien dirá que por un antagonismo rayano en la hostilidad y no tanto por amistad. Lo cierto es que con el tiempo las coincidencias prevalecieron ante las divergencias y la similitud de sus experiencias de vida fue el punto de sutura que terminó por unirlas. Las enfermedades (en el caso de la autora inglesa un padecimiento mental; en el caso de la australiana uno físico) y la compleja relación que mantenían con sus maridos. Las espantosas experiencias de ambas fabricaron un vínculo quizás más fuerte que el amor.
La amistad nos permite sentirnos acompañados en los momentos difíciles y celebrar juntos los logros y las alegrías. Las letras son ese espacio mágico donde compartir se vuelve inevitable, un espacio donde el intercambio hace fuertes a unos y otros, por medio de las palabras la acción de compartir se sublima. Y para rematar este artículo, mis palabras adolecen de la fuerza necesaria por eso tomo prestadas las de Aristóteles cuando dijo:
«La amistad es un alma que habita en dos cuerpos».
Profesora de escritura creativa y coordinadora de talleres literarios, editora y correctora literaria, reseñadora y crítica literaria.
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