Cada vida es un relato lleno de contradicciones, pasiones y, sobre todo, de una esperanza inquebrantable por sobrevivir a la propia vida. La literatura, como reflejo de la vida, tiene además el mágico poder de trascender espacios y tiempo, las letras tienen la extraordinaria capacidad de abrazar mundos lejanos, épocas disímiles y hay autores que sin saberlo, sin quererlo y a pesar de las distancias en tiempo y espacio, unen sus voces para recordarnos que la fuerza unificadora de la literatura, mágica y todopoderosa, es capaz de anudar dos mundos aparentemente separados.
A veces no es sencillo demostrarlo, solo se trata de encontrar dos historias que a pesar del tiempo transcurrido entre la escritura de una y otra se hermanen en la mirada de quienes las escribieron y confraternicen en las mentes de quienes las leen.
No es fácil hallar un hilo conductor visible y evidente cuando el único hilo que las conecta parece delgado y sutil. Y así, muy sutil se me apareció en sueños un hilo cada vez más poderoso y sólido que une al Macondo de Cien años de Soledad con los páramos de Yorkshire de Cumbres Borrascosas, un hilo que en lo profundo de esas historias, conecta los corazones de Gabriel García Márquez y de Emily Brönte quienes supieron entender, sin pretenderlo, que la literatura trasciende tiempos y espacios cuando nos habla de la existencia misma.
Voy a tratar de contarles ese sueño revelador.
Aquella noche apoyé la cabeza sobre mi almohada con una sola idea: encontrar ese hilo de palabras que une épocas distantes. Casi siempre un sueño llega a ser más revelador que días o meses de investigación exhaustiva, por eso, mientras la luna se colaba tímidamente entre las nubes, cerré los ojos y casi sin darme cuenta me vi caminando por un sendero que parecía tejido con hilos de plata. En ese sueño, el camino se bifurcaba en dos direcciones: una conducía a Macondo, donde el realismo mágico pintaba paisajes de asombro y melancolía, y la otra a los páramos embrujados de Yorkshire, donde el eco de pasiones olvidadas resonaba en cada recodo. Pero era justamente en esa confluencia donde mis pasos se detenían.
Con el corazón latiendo al compás de las palabras no dichas, di un paso y como en los sueños todo es posible, al instante sentí el aroma a café y tierra mojada de un Macondo latinoamericano en cuyo tiempo cíclico tantas veces me había demorado. Y casi instantáneamente, como si un mago agitara un haz de luz la humedad constante de esa tierra empapada de historias se transformó en la brisa fría y punzante de los páramos ingleses. En medio de esa mezcla embriagadora de una simbiosis imposible, tuve la esperanza de hallar por fin el hilo que estaba buscando.
Era un crepúsculo cargado de sombras y luces, con la certeza que solo los sueños otorgan vi claramente a los personajes de estas dos novelas Úrsula Buendía y Catherine Earnshaw cruzar sus miradas, hablarse sin palabras, revelarse la fortaleza y la pasión de sus almas. Y como en los sueños las palabras no hacen falta, unos metros más allá, los cabellos siempre desordenados de Heathcliff ondeaban con la brisa fría que llegaba del mar del Norte. Frente a él, sentado sobre un amasijo de hojas de plátano, Aureliano Buendía, con la piel humedecida por el calor de la selva, lo miraba sonriente.
Ese silencio cargado de melancolía tenía un mismo nombre: soledad, la de Aureliano Buendía inmerso en un destino ineludible, la de Heathcliff signada por su condición de forastero y la obsesión por un amor inalcanzable.
Yo en mi sueño solo era una simple espectadora y por eso me llegaban las palabras desde Cien años de soledad de Amaranta, atormentada por un sentimiento de culpa que la empuja a rechazar el amor, Amaranta convertida en un símbolo de sacrificio y resignación que callaba solo para escuchar la declaración desde Cumbre borrascosas de Edgar Linton, en su tono cortante y apacible de siempre, atrapado por el recuerdo de un amor marcado por la melancolía y las contradicciones que le impidieron ser feliz.
Aquel contexto onírico donde yo no hacía más que caminar, era una mezcla extraña de vientos fríos que se arremolinaban y se mezclaban con la quieta humedad del trópico, donde Remedios la Bella, casi etérea, célebre por su hermosura extraordinaria era exactamente ese ser casi inalcanzable, envuelto en ese halo de misterio alzando vuelo hacia el cielo de un Macondo que de golpe era Inglaterra, donde Isabella Linton, bella, delicada y refinada, brillaba entre la gente de la alta sociedad. Terrenal una, celestial la otra, sensibles y frágiles ambas, unidas por la inocencia y el tormento.
Así, en una noche impregnada de magia y sombras, los destinos de Macondo y los páramos de Inglaterra se entrelazaron en un abrazo de emociones intensas e inevitables.
Doña Remedios, con la dulzura de su risa y la sabiduría de sus silencios, tomó mi mano y me condujo hacia un viejo puente de piedra, donde la niebla parecía susurrar secretos de amores imposibles y de batallas interiores. Allí, a pocos pasos, Heathcliff se materializó, con la mirada intensa de quien ha amado y sufrido me invitó a cruzar el abismo de la soledad. Sin palabras comprendí que en ese instante Macondo y Yorkshire no eran más que dos caras de la misma moneda, unidas por la fuerza inquebrantable de la literatura.
Avanzamos juntos sobre ese puente encantado, donde cada piedra parecía contar una historia, donde cada destello de luz desvelaba un recuerdo atesorado. El murmullo del viento llevaba consigo las voces de aquellos que a través de sus escritos habían dejado un legado de sueños y luchas. Allí, en ese instante suspendido en el tiempo, entendí que la magia no residía únicamente en las palabras, sino en la capacidad de transformar lo efímero en eterno.
Mientras cruzábamos, las fronteras se desvanecían, y se hacía palpable la certeza de que el relato de la vida, con sus contradicciones y pasiones, nos conecta en una red infinita de emociones y experiencias compartidas. La unión de esos mundos, tan distintos y a la vez tan cercanos, me recordó que la literatura es un refugio donde lo imposible se vuelve posible, donde cada corazón herido halla consuelo en el abrazo de palabras que como un suave manto cubren la vastedad del universo.
Al amanecer, cuando el sueño empezó a disiparse, supe que jamás volvería a ver la realidad de la misma manera. En ese mágico cruce de caminos, aprendí que cada vida es un cuento por escribir y que entre los pliegues del tiempo y el espacio la fuerza de la literatura es el hilo invisible, el hilo poderoso, el hilo mágico que nos une a todos, más allá de las fronteras y del olvido.
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