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No pocos consideran la tercera novela de Natalia Ginzburg como su obra maestra, lo cierto es que no muchos la habrán devorado en tan corto tiempo como me sucedió.
Es una novela corta, es verdad, pero tan intensa, tan profunda y a la vez tan simple y directa que uno no puede menos que tirarse de cabeza y salir a flote solamente con la última frase que además nos deja un regusto suave a pesar de lo ácido del contenido de la historia.
Y se echaron a reír y se sentían muy amigos los tres, Anna, Emanuele y Giustino y se sentían felices de estar juntos, acordándose de sus difuntos y de la guerra interminable y del dolor y el clamor y pensando en la difícil y larga vida que les quedaba por recorrer, llena de cosas que aún no habían aprendido.
Resulta complicado razonar el contenido dramático de la novela, desde esas palabras finales de casi consuelo con que la autora culmina una historia desconsoladora, penosa como todas las historias que ruedan con la Guerra como telón de fondo.
En este caso la Segunda Guerra mundial es el escenario donde los protagonistas de Todos nuestros ayeres se arman y se desarman, se conocen y se desconocen a sí mismos: sobreviven.
Es la historia de una familia desde los años previos a la guerra hasta la liberación de Italia. Los hombres van a la guerra, las mujeres se quedan en casa, las amistades, las familias se disgregan, las relaciones se disuelven y todo adquiere un tono gris que acompaña el devenir de los sucesos políticos y sociales con las consecuencias psicológicas que el contexto implica.
Acompañando a la protagonista podemos reconocer a la propia autora y los hechos como parte de su autobiografía que retrata los sueños truncados de muchos y el pesimismo que rodeó a toda una generación de la cual Natalia Ginzburg formó parte. Anna la protagonista de nuestros ayeres es, podríamos decir, el alter ego de la autora y sin embargo, gracias a su magistral pluma, esta logra narrar los hechos de manera desapegada, con el objetivismo de quien los presencia más que vivirlos, lo cual nos evita el lógico dramatismo que hubiese convertido en melodrama la cruda realidad de la Segunda gran Guerra.
Anna no es una protagonista al uso, es decir es una protagonista de los hechos en general y no tan solo de su propia vida. A lo largo de las primeras páginas incluso su nombre casi no aparece y se mimetiza en los estragos que el contexto produce en sus familiares y amigos cercanos. Anna es como la describirá su marido “un insecto, un insecto que no sabe más que de la hoja de la que está colgado”. Y es que Anna cuelga de esa realidad como una oruga que solo puede seguir trepando, reptando, asimilando lo que le toca vivir sin más expectativas que el devenir. Una oruga que intentará preservar la esperanza de la mariposa que podrá ser, de esa mariposa que será cuando todo haya terminado. Una sobreviviente.
En medio de una familia que se fragmenta a medida que la Guerra avanza, la vida de Anna se transforma y de la ciudad debe trasladarse al campo en compañía de un marido que viene a rescatarla de la nada en que se ha convertido su antiguo mundo, y la traslada a la nada de un pueblo en los confines de una Italia cercada por el avance de las tropas enemigas. Se convierte en madre de un niño cuyo padre desconoce su existencia y eso en lugar de redimirla desde el amor la sumerge aún más en la desidia y el estupor, ser madre no le infunde tranquilidad sino todo lo contrario, hace más evidente el desasosiego de dar vida en medio de la muerte sin la esperanza de un mañana.
Como en otras novelas de Natalia Ginzburg acá también asistimos al paso de la niñez a la vida adulta, pero de una manera brutal, casi como si de un cachetazo se tratara, Anna se ve obligada a crecer sumida en la estupefacción de un porvenir incierto.
Como muchas veces lo vemos, aprendemos y ponemos en práctica en nuestro Taller Literario, el estilo es mesurado y sin grandes artilugios. Es una escritura hablada y la voz de los personajes nos llega sin diálogos directos pero de manera natural. Los personajes se expresan desde un coloquial claro y con una frescura poco habitual en textos de esa época, estamos hablando del año 1952, año en que la novela fue escrita y donde el estilo de los autores por ese entonces era mucho más académico y ortodoxo respecto a las leyes de escritura en general. A pesar de que nunca es explícita con los sentimientos de sus personajes y deja que el lector lo intuya y lo deduzca por medio de sus acciones, es evidente la postura feminista de la autora que ha sido una de las primeras abanderadas del feminismo junto con autoras de la talla de Doris Lessing, Carmen Martín Gaite o Ana María Matute, sus contemporáneas, que escribieron como ella con el corazón latiendo entre las manos.
El día a día, la esencia de los hechos que se evidencian en las escenas armadas con simpleza pero con solidez, la irreductible participación de la mujer en los tiempos de Guerra, nos ponen frente a la posición irrebatible de esa mujer que a principios del siglo XX cambiará el rumbo de la historia de muchas mujeres.
Quizás la mayor virtud de Natalia Ginzburg sea su sabiduría para hacerse a un lado, para desaparecer en sus propios libros, para que sus personajes se muestren como son: impredecibles y vulnerables y misteriosos. Sus personajes, de los cuales ella era sin duda uno de ellos, se nos presentan como son y nunca investidos del estereotipo de los personajes signados por la crueldad del mundo que les toca vivir sino como parte irremediable, como consecuencia de ese mundo en controversia.
Todos nuestros ayeres, como he dicho, es quizás su obra maestra pero podemos encontrar idéntico placer en el resto de su producción. Sus novelas, todas ellas, están atravesadas por expectativas fallidas y relaciones inciertas y embarazos inoportunos como la rabiosa protagonista de Y eso fue lo que pasó, que cansada de los desaires y abandonos, asesina a su marido. O la nostálgica y generosa heroína de Todos nuestros ayeres, o las dos jóvenes narradoras de Valentino y Sagitario, que en clave íntima atestiguan, con desapego y lucidez, el sigiloso resquebrajamiento de sus familias. Y la extraordinaria protagonista de Las palabras de la noche que narra en primera persona una relación imposible que perturba la vida de un pueblo.
“Los libros auténticos operan el prodigio de devolvernos el amor por la vida”, dijo ella con su justeza habitual. Natalia Ginzburg opera el prodigioso proceso de ponernos frente a la vida con la certeza de que solo el amor y la verdad pueden hacernos dignos.
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