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Anne Tyler nació en 1941 y lleva sobre sus espaldas una veintena de libros publicados. Publicó su primera novela, Al caer el día, en 1964, a los veintitrés años y desde entonces su carrera ha ido en ascenso. Con un Pulitzer en su haber (1989) por su novela “Ejercicios respiratorios”, Anne Tyler sigue haciéndonos estremecer con cada nueva historia. Muchas de sus novelas se han convertido en best sellers pero la fama parece no afectarla y hasta ahuyentarla, la prueba es que no acepta reportajes, muy rara vez acude a giras de promoción, y no hace apariciones públicas. Mantiene un silencio permanente con la prensa y la publicidad mediática como una especie de slogan que repite en silencio: aquí estoy, júzguenme por lo que escribo. Ese silencio voluntario nos demuestra que cuando un escritor es bueno en lo que hace no necesita las grandes marquesinas, su arte habla por sí mismo.
Acaso por su educación inicial, cuáquera, Anne Tyler no teme al silencio.
Los cuáqueros son conocidos también como la Sociedad Religiosa de los Amigos. No tienen un credo oficial, y pueden llegar a tener creencias diversas, en diferentes países y a escala nacional. A pesar de eso, son considerados una de las iglesias históricamente pacifistas.
El silencio es entonces una especie de atributo que Tyler impuso como marca indeleble de su personalidad y es sin duda el rasgo que la define en buena medida. “No soy religiosa, pero esto me ha influido muchísimo, probablemente más de lo que yo misma creo. Estas comunidades estaban muy aisladas, en medio de la naturaleza, y esto te enseña a sentirte fuera. Nunca había hablado por teléfono hasta que salí de allí. Pero ello de ser un extraño es algo muy útil para un escritor, porque miras al mundo con distancia y te sorprende un poco más que a los demás”, declaraba en 2013. “Además, me ayudó a tener ese sentido de receptividad, esa actitud de que me siento callada y dejo que la historia llegue cuando quiera”.
Claro que, sin embargo, su voz se hace oír a través de sus historias. Sus personajes simples y cotidianos nos introducen sin ambigüedades en estereotipos reconocibles: la madre abnegada, la mujer resignada y generosa, el padre protector y prudente, el hombre arriesgado y soñador, el adolescente conflictivo y sensible, y el hijo virtuoso frente al hijo complicado. Nada fuera de lo normal pero quizás por eso y a pesar de eso, todos y cada uno de sus personajes se convierten en esos amigos que nos acompañan a lo largo de cada novela. Es imposible no identificarse con alguno de ellos o con todos en algún aspecto. Joyce Carol Oates(autora estadounidense nominada al Premio Nobel de literatura) ha destacado las circunvalaciones de una memoria acumulativa que se halla presente en los protagonistas de sus mejores narraciones (sic).
Sus libros exaltan la osadía hasta el límite del atrevimiento de algunos personajes pero como equilibrio están sus fracasos, sus angustias existenciales, su soledad interior. Lo magnífico es que logra escenas de la vida doméstica tan cercanas a la realidad y tan empapadas de tradiciones y costumbres que no podemos menos que pensar: caramba, si como Red era mi padre o como Abby era mi abuela.
En El hilo Azul, Abby y Red Whitshank son los protagonistas. Un matrimonio de jubilados que luego de una vida intensa se sostienen mutuamente en el final. La familia está compuesta por dos hijas mujeres y dos hijos varones que han seguido cada uno de ellos su propio derrotero. Las hijas se han casado y su hijo menor también pero Denny, el mayor, a pesar de su treintena sigue siendo la oveja negra de la familia. Un pasado, una niñez en común parece no ser suficiente para unir a esos cuatro hermanos a la hora de tomar las riendas de una situación insostenible: los padres no pueden vivir solos.
Pero la vida no empieza para esa familia con ellos mismos y quizás habría que bucear atrás, más atrás para hallar el verdadero sentido de esa especie de tradición fatídica de los Whitshank. La casa donde han crecido sus cuatro hijos, la casa que de golpe se ha vuelto excesivamente enorme para Abby y Red, los dos solos, es un protagonista más. Allí, las tradiciones se han consolidado y las personalidades se han moldeado desde mucho tiempo atrás. La casa ha sido para el padre de Red, que la construyó, una parte de su vida, ha llegado a considerarla un ser vivo con alma, corazón y memoria, quizás el ser vivo más querido por el viejo Whitshank, y de alguna manera se ha convertido para Red en la memoria viva de un padre poco cariñoso, de una madre contemplativa y de una vida de sacrificios y entrega. La casa sostiene los cimientos de la familia de generación en generación pero también se permite trastocar realidades y ser el núcleo almacenador de la felicidad y de las desdichas. Conclusión, la historia es tan semejante a la vida misma que aterra, conmociona y sin duda es lo que nos mantiene latiendo página tras página.
Está narrada en un orden cronológico desde ese presente donde la vida de Red y Abby está llegando al final. Sin embargo en la última parte Tyler se permite un viaje al pasado. Ese viaje al pasado aunque pareciera deshilachar la cronología es sin duda el andamiaje donde se cimenta toda la primera parte y de alguna manera cierra el ciclo de esta familia. Controvertida y profunda esa segunda parte no se detiene en simples hechos del pasado sino que estos son el punto de partida de los conflictos emocionales de un presente al cual Tyler regresa para en las páginas finales cerrar la historia de la familia. Técnicamente hablando es impecable en su construcción y saca al lector de una linealidad que podría haberla convertida en una historia más. El manejo del tiempo dentro de la narración es un tema tan apasionante como complicado salvo que el autor haga ese clic necesario y nos lleve de la mano de acá hacia allá y de regreso al aquí y ahora tan importante, como menciono continuamente en mis clases de taller de escritura, como saber nuestro nombre y apellido.
Simple, movilizadora, austera, la historia no peca de soberbia sino que se ata y nos ata como lectores a una vida tan simple, tan poco soberbia como la de cada uno de nosotros. El coloquial que predomina tanto en los diálogos como en el discurso narrativo es tan cercano a nuestra cotidianidad que no podemos menos que sentir que estamos entablando una charla con todos y cada uno de los personajes.
Es poco discutible entonces su silencio mediático, para qué hablar de más si sus historias hablan por ella misma, para qué sumar palabras altisonantes o entreveradas explicaciones técnicas. La vida no se explica, la vida se vive y una novela que se vive como El hilo azul, no necesita explicaciones sino simplemente ser leída.
No es la carne y la sangre, sino el corazón, lo que nos hace padres e hijos, dijo Friedrich Schiller, poeta romántico de finales del siglo XVIII. El corazón de los Whitshank se mete en nuestra sangre, nos materializamos en los miembros de esta familia, quizás para conocernos un poco mejor a nosotros mismos, quizás para comprender que como Los Whitshanks, somos parte de una familia ordinaria, pero nuestras vidas son extraordinarias.
La historia nos completa a tal punto que incluso abre nuevos interrogantes sobre nosotros mismos. Una pregunta queda aleteando más allá del punto final: ¿Puede una familia, hoy en día, aspirar a la felicidad? La respuesta está en cada uno de nosotros y en nuestras familias.
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